lunes, 21 de abril de 2014

Una mujer en coma

Una mujer en coma que sólo aparece unos segundos (cruciales) y sobre la que gira todo el argumento de la historia. Una mujer en coma es la clave. El pasado, que queramos o no, siempre da vueltas: nos lleva y nos trae a su antojo. Determina el presente. La presencia de esa mujer en coma, aunque sólo aparezca brevemente al final de la película, postrada en la habitación de un hospital, es tan fuerte como todo el peso del pasado. El pasado de los protagonistas que, de un modo u otro, gira en torno a ella, a esa mujer en coma que sólo vemos unos segundos. Las mentiras, los engaños, las deslealtades, el amor, los celos, el fracaso, la maternidad, la soledad, la frustración, el miedo a causar daño, el miedo a ser el destinatario de ese daño, la complejidad de las relaciones humanas... Todo eso está ahí, magníficamente entrelazado, en la película. "El pasado", del director iraní Asghar Farhadi. Los personajes se mueven por un París que nada tiene que ver con el París del glamour ni de los cafés literarios. Ni con el París luminoso de algunas películas. La otra cara de la ciudad. La de los suburbios, las casas a medio pintar, los jardines sin arreglar y repletos de trastos viejos, los bares de los obreros, los chanchullos en los trabajos, los grifos atascados, las camas sin hacer, los niños despeinados... Se mueven, dan vueltas, giran sobre sí mismos, como marionetas que no supiesen cómo accionar el siguiente movimiento. "Cómo pesa la vida. Más que la muerte", decía el personaje principal de una novela de Soledad Puértolas. ¡Cómo pesa la vida! Y cómo les pesa a estos personajes: a los adultos y a los que aún no lo son. Todos ellos magníficamente interpretados. No sería justo dejar de mencionar a Bérénice Bejo, premio de interpretación en Cannes, que compone un personaje crucial, que mantiene el equilibrio, pese a los complejos conflictos a los que tiene que enfrentarse. Otra vez el pasado. Otra mujer bajo la influencia que, junto a su dos compañeros (Tahar Rahim y Ali Mosaffa), compone uno de esos complicados bailes en los que, como en la propia película, no aparece la música. Salvo al final, donde entra en juego físicamente la mujer en coma. Y entonces...
Esa música que sigue sonando cuando salimos del cine. No importan los años que hayan pasado: las tardes de los domingos siempre conservan esa extraña melancolía que sólo consigue aplacar el buen hacer de un cineasta, de un cómico, de un escritor o la visión de un cuadro o de una fotografía. Es domingo y llueve. Llueve mucho cuando nos vamos acercando a casa. Y en nuestra cabeza, aún sigue esa imagen, la de la mujer en coma, la clave de la historia, la escena crucial de la película. Y todo lo que sucedió antes y lo que, alejada ya la cámara de los personajes, empezará a suceder.

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