martes, 8 de abril de 2014

Madres

Una mujer con el corazón roto, la mirada líquida, las manos temblorosas. Una mujer normal y corriente. Una mujer con pasado. Como (casi) todas. Una mujer que vive con su único hijo. Eso, el cuidado y la compañía del hijo adolescente, es lo que la salva del corazón roto, de ese pasado que marca su presente. A veces parece que madre e hijo intercambiasen los papeles que les corresponden. El hijo cuida de la madre, la protege. A sus pocos años, el muchacho ha visto demasiado sufrimiento en los ojos de su joven madre. Nadie como Kate Winslet para interpretar un papel así. El de una mujer normal y corriente. Con pasado. Con heridas difíciles de cicatrizar. Frágil. Que va caminando cada día como puede, huyendo de aquel pasado. Sobreviviendo. Sobreponiéndose a esa fragilidad. "Una vida en tres días" ("Labor Day"), la última película estrenada de la Winslet, una de esas actrices que siempre supone un gozo ver, que arriesga, que no tiene una mala interpretación en toda su carrera. El destino de su personaje cambia cuando aparece en sus vidas un tipo que se ha escapado de la cárcel, que tiene encerrados a la madre y al hijo en su propia casa. Pero no voy a desvelar nada más. Hay que verla: en cine, si aún queda la posibilidad, o en deuvedé. Es una película notable, con cierto sabor a historia de Truman Capote, a película de antes. Con Kate Winslet -la mejor actriz de su generación, sin duda alguna- derrochando talento, humanidad, belleza interior, sabiduría. Esa fragilidad que la delata, que la imposibilita, y que se esfumará cuando aparece el tipo que se ha fugado de la cárcel. Pero no voy a contar más. Creo que es una película que hay que ver, ya lo he dicho. Que te deja la agradable sensación que producen las historias bien narradas. Que te ayuda a recuperar tardes de cine memorables. Salir de la sala de cine y regresar a tu casa pensando todo el tiempo en la película que acabas de ver. Comentándola. Dormirte recordándola.
Otra madre. La protagonista de "Moon Tiger", de Penelope Lively, publicado por Contraseña Editorial. Una madre muy diferente a la protagonizada por Kate Winslet. Una historiadora, Claudia Hampton, que, a sus setenta y seis años, desde la cama de un hospital londinense, repasa lo que ha sido su vida, aunque ella imagina que está escribiendo una historia del mundo. Una mujer que siempre ha hecho lo que ha considerado oportuno, desafiando a quien hiciese falta. Los diálogos con su hija, los recuerdos de los hombres que pasaron por su vida, el amor, la familia, el trabajo, las luchas, los avatares de una larga trayectoria que ha intentado vivir libremente... La que ahora recuerda, al borde de la muerte, en una cama de hospital. Se trata de una de esas novelas que uno va dosificando para que no se terminen. Creo que con esto lo digo todo. Lively, como ya dejó claro en "La fotografía" (también en Contraseña), es una narradora excepcional. Sus libros merecen estar en el fondo de cualquier librería, al margen de modas pasajeras y demás estupideces que tenemos que ver cada semana en las mesas de novedades.
Esto no es un repaso ni nada parecido a las madres literarias y cinematográficas. Son sólo algunos ejemplos de un tema que me apasiona. Algunas de las historias más recientes que he visto y leído.
Siendo sinceros, el último relato del que voy a hablar no es nuevo precisamente. Se escribió hace unos cuantos años ya. Cuando Alice Munro aún no había ganado el Nobel (ni siquiera era candidata por entonces) y escribía con sus hijos cerca, arañando el tiempo a las tareas domésticas, a las horas de sueño. Se titula "El progreso del amor" (relato que da título al libro: aunque mi edición es la de Debate, se puede encontrar en RBA) y es uno de mis relatos favoritos de la autora, una de esas historias a las que uno vuelve de vez en cuando. Una mujer recibe la noticia de la muerte de su madre. Y eso le sirve para hacer un repaso -a veces tierno, a veces demoledor- a la personalidad de la madre y la del resto de su familia. Alice va y viene en el tiempo, como casi siempre. Rememora los años pasados, se sitúa en el presente, vuelve hacia atrás. No necesita demasiado espacio para contarnos la historia de esa familia, sin embargo, en cada nueva lectura, uno siempre encuentra un detalle que se le había escapado. Una palabra, una sola, en las lecturas de Alice Munro, es muy importante. Una palabra es suficiente para que las piezas encajen como deben hacerlo. No son puzles complicados, como algunas personas piensan. Son puzles que (casi siempre) recorren vidas enteras: sólo eso. Por eso siempre hay que leerla con atención, disfrutando del texto, pendiente de cada detalle. Porque, en cada uno de esos detalles, puede esconderse más de una clave. La definitiva.   
El Día del Libro se acerca. Un año más, lamentablemente, no estaré trabajando en ninguna librería. Sirvan este par de libros de los que hablo hoy como recomendación para ese día (o para cuando sea propicio). Por si a alguien le pueden interesar. Yo me voy a quedar un rato mirando esa fotografía de la propia Alice Munro que venía hace unas semanas en el periódico y que preside desde entonces mis estanterías. Una mujer, Alice, ya octogenaria, en la cocina de su casa, sentada a la mesa, dirigiendo la mirada a un frutero, al vuelo de una mosca... Deteniendo esa mirada en algún recuerdo, en uno de esos detalles donde siempre está la clave de sus historias, de las nuestras.
 

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