domingo, 6 de abril de 2014

El bar de Mari Trini

Hace unos años, como saben los lectores de estos textos, trabajaba en la librería Trabe. Íñigo, una calle más arriba, tenía su oficina. Casi todos los días, sobre las ocho, pasaba a buscarme y, antes de subir a casa para preparar la cena, solíamos tomar un par de vinos en alguno de los bares que hay alrededor de nuestra casa. A veces, si quedábamos con algunos amigos, solían ser más de dos vinos. La cosa se prolongaba. Sobre todo, si era viernes o hacía buen tiempo. En uno de esos locales, trabajaba ella, la mujer de cuya muerte me enteré este sábado. Aunque tenía un nombre bonito, no importa mucho cómo se llamaba porque todos la llamábamos Mari Trini, debido a su impresionante parecido con la conocida cantante. ¿Dónde quedamos? En el bar de Mari Trini. Y allí estábamos, cuando el buen tiempo iba haciendo su aparición y a nadie le apetecía mucho irse para casa. Mari Trini era alegre, simpática, con sentido del humor y entusiasta con su trabajo. Siempre tenía una palabra amable y una sonrisa, aunque a veces estuviese de mal humor, como todo el mundo, o las cosas no le salían como esperaba. Era una profesional. Nunca le dijimos que Íñigo y yo éramos pareja. No hizo falta, lógicamente. Esas cosas se notan. Y más una verdadera profesional de la barra de los bares, como era ella. Un día, mientras nos servía generosamente las copas de vino (era realmente generosa con la cantidad: como sabía que nos gustaba), nos dijo que hacíamos muy bien en vivir libremente la vida, que ella tenía algunos amigos homosexuales y que se enfurecía cuando alguien discriminaba a una persona por su condición sexual. Nos contaba muchas cosas, que quedarán en el recuerdo de aquellos tiempos, entre nosotros. Los que estuvimos allí. Los que disfrutamos con su carácter. Con sus conversaciones. Con su buen humor. Con sus sonrisas. Con su sarcasmo (sabía burlarse muy bien de ese quiero y no puedo que a veces hace su aparición en algunas personas de esta ciudad). Con sus generosas copas de vino.
Cuando se enteró de que trabajaba en una librería, empezó a encargarme todos los libros que su hijo necesitaba para el colegio y todos los que el niño quería leer. Después del trabajo, se los acercaba al bar y ésa, si es que necesitábamos alguna, era la disculpa para tomarnos aquel par de vinos. A veces, nos llamaban algunos amigos o mi hermana -¿Dónde estáis? En el bar de Mari Trini- y se acercaban. Y la cosa, como digo, se prolongaba. El bar de Mari Trini era uno de esos locales donde uno se encontraba bien. Recuerdo que, por aquella época, mi madre había salido del tramo más duro de su enfermedad. Aún tenía que caminar apoyada en una muleta. Y así, poco a poco, bajaba todos los jueves para comer con nosotros. Y allí nos esperaba, en el bar de Mari Trini. Está de más decir que ella siempre se mostraba interesada por la enfermedad de mi madre, siempre le preguntaba cómo había ido la semana. Lentamente, decía mi madre. Porque así era. Así es esa enfermedad cuando, cada cierto tiempo, quiere recordarnos que no bajemos la guardia, que está ahí, presente, aunque a veces se haga la dormida. Mari Trini, con aquel buen humor, siempre le levantaba el ánimo a mi madre, mientras esperaba por nosotros para comer.
Un día, inesperadamente, Mari Trini desapareció. Ya no estaba en aquel bar. Lo llevaba otra gente. No supimos más de ella. Teníamos su número de teléfono, pero no nos atrevimos a llamarla. La prudencia sigue siendo una de las cualidades que más valoramos. Poco después de aquella desaparición, mi hermana la encontró. Mari Trini no la reconoció. Estaba muy delgada, visiblemente desmejorada. Un gorro tapaba aquella media melena rubia con flequillo, el mismo que llevaba la conocida cantante. O, quizá, en aquel momento, ya no tapaba la media melena rubia con flequillo... Lo evidente saltaba a la vista. Eso me dijo mi hermana.
El sábado nos enteramos de su muerte, sí. La muerte de la mujer que se parecía a Mari Trini, que tenía complicidad con nosotros, y alegría, y dulzura, y sarcasmo, y servía generosas copas de vino.
Aún podemos escuchar su voz. Aún podemos verla moverse inquieta entre las mesas y la terraza de aquel bar. Aún conservamos todas las imágenes de aquel tiempo, aunque hayan pasado tantas cosas. Y entonces...  

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