sábado, 5 de abril de 2014

La escritora y yo

Desde que empecé a leerla, hace más de veinte años, no he dejado de hacerlo nunca. Sus libros -todos ellos- siempre están ahí, al alcance de la mano, en diferentes rincones de la casa, muy presentes, muy visibles. Como las botellas de vino tinto o esas pastillas que nos ayudan a tranquilizarnos cuando la vida va más despacio que los propios deseos: por si acaso se necesita recurrir a ellas en algún momento. Según la época, he preferido unos libros u otros. Jamás me he planteado desprenderme de ninguno. De sus libros, una vez que te atrapan, es imposible salir de ellos. Los lees y los vuelves a leer. Los lees en silencio, cuando la casa está vacía o cuando el hombre que vive contigo está durmiendo, o los lees en voz alta como el que lee una poesía. Sí, los he leído muchas veces en voz alta. Están ahí, en tu interior, como está la fotografía de una bellísima adolescente en la portada de "El amante" presidiendo una parte de las estanterías y como están desperdigadas otras fotografías, ya convertida en una mujer devastada por las arrugas e hinchada por el alcohol, en muchos de sus libros. Me fascinan esas fotografías que explican muy bien su paso por este mundo. En todas ellas se puede apreciar la pasión. La pasión por todo: por la vida, por los hombres, por el vino, por los libros, por las discusiones, por la escritura, por el cine, por la madre, por el hermano pequeño, por el hijo, por Delphine Seyring... Con dinero o sin dinero, con más lectores o con menos (ella sabía que un buen puñado de ellos jamás la abandonaríamos: sí, lo sabía), siempre poseída por la pasión. La carta de un amante, el vuelo de esa cometa con la que juega un niño, la visión del mar o de los gatos. Cualquier cosa es válida. La pasión no está en la carta, ni en la cometa, ni en el mar ni en el gato: eso lo sabemos. La pasión está en la mirada. En su mirada. En su impúdica mirada a sí misma. A su pasado, a su presente. A su manera de amar. A sus excesos. A la carta, a la cometa, al mar y al gato. En las palabras que escribe y en los silencios que a veces dominan a esas palabras. La música y el silencio. El tiempo detenido. Todos sus libros ahí, al alcance de mi mano, en cualquier rincón de la casa.
Ayer se cumplieron cien años de su nacimiento y su obra ha llegado hasta aquí, intacta. Dentro de otros cien años ya no estaremos aquí, pero sus libros sí estarán: al alcance de otras manos, de otras necesidades. Desperdigados por los rincones de otras casas. Necesarios, imprescindibles. Decididamente únicos.

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