sábado, 26 de abril de 2014

Bajo el cielo nocturno de Nueva York

Todos tenemos un sueño. Y lo perseguimos. No importa en qué lugar del mundo se encuentre la persona que busca ese sueño, el suyo propio. Sin embargo, la búsqueda de ese sueño en una ciudad como Nueva York, aunque en principio pudiese parecer lo contrario, puede volverse aún más complicada, más cuesta arriba. Son muchos los que tratan de atrapar el sueño y pocos los que lo consiguen. Más aún si hablamos de una profesión como la de actor. La que quiere desarrollar el personaje de Javier Cámara en "La vida inesperada" desde hace años. Con todo su empeño, con todo su esfuerzo, con toda su pasión y sus ganas. Pero llegas a los cuarenta y te das cuenta de que las cosas no son tan sencillas como parecían entonces, cuando empezó a fraguarse en la cabeza aquel sueño. El espejo, a esa edad, empieza a reflejar la cruda realidad y aleja las fantasías, aunque se persista en el empeño. Elvira Lindo -en un guión hilado con retazos de vida y complicidades culturales que encajan a la perfección en la trama- ha reflejado con maestría ese camino, ese dolor (no exento de un sentido del humor que ayuda a comprender, a sobrellevar las cosas que no salen como uno desea). El empeño por querer llegar a ver cumplido aquel sueño, el largo trecho que se ha de recorrer, la frustración que hace su aparición muchas más veces de las deseadas. "Cuando a uno no le pagan por su trabajo, acaba por perder la pasión", se dice en un momento dado. La ciudad que te acoge, pero que no te regala nada (¿alguien lo hace?). La constante ocupación para mantener la cabeza en su sitio y poder pagar el alquiler, dicho sea de paso. El contraste entre las cosas por las que luchas y las que consigues. Todo eso está ahí, en ese inolvidable personaje que Cámara hace suyo desde la primera escena, al que entrega todas sus grandes dotes actorales. Hay que decir que Raúl Arévalo no se queda atrás en ningún momento. Javier Cámara convierte en un ser realmente entrañable a ese Juanito al que ya no quiere que le llamen por el diminutivo. El Juanito de aquella fotografía en la que aparece con su padre, siendo apenas un niño. Y el Juanito de este convulso presente. El trecho que va de uno a otro. No está solo en el viaje, claro. Hay más personajes. Gente que trata de buscar su sitio en el mundo, con su historia a cuestas. Gente de la calle, también con sus sueños y con sus esfuerzos. Gente que, pese a todo, sonríe y no tira la toalla. Que mira hacia ese cielo nocturno de Nueva York y tira para delante. Gente con dignidad. Aunque algunos quieran hacernos creer que estamos hablando de una palabra -dignidad- pasada de moda. O que alguien ha hecho desaparecer del diccionario.
Como el librero argentino, convertido ahora en tendero, otro de esos personajes cargado de dignidad que permanece en la memoria durante un buen rato tras ver la película. Una película que muestra en todo momento su amor por el teatro, por la interpretación, por las madres (qué grande es Gloria Muñoz: una de esas actrices a las que les bastan doce minutos de metraje para que un sensato académico las nomine a los Goya) que se desviven por sus hijos aunque a veces no entiendan o no compartan sus decisiones. Todos tenemos derecho a ese sueño, pese a que la vida se empeñe en que no se lleve a cabo. Ah, los misteriosos recovecos del destino. Los giros inesperados de cada vida: aguardando a la vuelta de la esquina. Implacables. Decisivos.
Menciono a Cámara y a Arévalo, pero todos los actores están perfectos en sus papeles. La comicidad entre ellos es palpable. Cada uno con su historia, con su valentía, con sus aspiraciones o con sus miedos. Buscándose ese lugar. El suyo propio. Nadie dijo que fuese sencillo. Y más aún, cuando dejas tu tierra, tu casa, tu familia. Cuando ya has cumplido los cuarenta. Pero así es la vida. Con todos -insisto- sus giros inesperados. Implacables. Decisivos. Aunque siempre pueda haber un lugar para la sorpresa. Quién sabe.     
Una película dirigida con oficio y elegancia por Jorge Torregrossa, que deja ese nudo en la garganta que siempre dejan las cosas que emocionan de verdad. Por las que, pese a todo, aún sigue mereciendo la pena levantarse cada mañana.

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