domingo, 13 de abril de 2014

En otros domingos como el de hoy

Son curiosos los recuerdos. Cuando mi hermana y yo éramos pequeños, mi madre siempre nos compraba ropa nueva para estrenarla el Domingo de Ramos. Y una palma, claro, para cada uno. Lo típico. Luego, íbamos a misa. Una misa que era una algarabía con tanto ramo y tanta palma, muy diferente a la de los otros domingos. Y después, si hacía sol, a tomar el vermú a una terraza. Y podíamos pedir Coca-Colas, patatas y aceitunas, sin que nadie nos recordase que todo aquello nos iba a quitar el apetito. Mi madre llevaba el pelo ondulado y las uñas pintadas de rojo. Con sus altos tacones, parecía muchísimo más alta de lo que es. (Hace poco, uno de estos domingos invernales, estuvimos viendo fotografías de aquella época: y puedo asegurar, sin temor a la exageración, que en todas ellas estaba tan guapa que parecía una actriz de cine). A su lado, mi padre siempre quedaba un poco más bajo. Mi padre, sentado ya en la terraza, fumaba aquel tabaco rubio que -lógicamente- aún no habíamos probado y que dejaba un delicioso aroma en el aire. Un olor tan delicioso como aquel que procedía de la copa de Martini que mi padre se estaba tomando. ¿Puedo probarlo? Pero mi padre siempre me miraba con cara de pocos amigos: una cara que quería decir que como volviese a hacer aquella pregunta se acabarían las patatas y las aceitunas y las Coca-Colas. Y que nos iríamos para casa inmediatamente.
Eran otros tiempos. Los que siempre se recuerdan con un punto de melancolía y otro de una felicidad que parece imposible de repetir. La felicidad que siempre trae consigo la inocencia, el no estar aún vapuleado por la vida. Hoy he recordado todo esto. Al levantar la persiana y ver el cielo casi despejado. Hace mucho tiempo que no voy a misa, que se acabaron los ramos, las palmas y todo lo demás. Quince años estudiando en un colegio religioso y las constantes y aberrantes declaraciones de los miembros más destacados de la jerarquía eclesiástica, son suficientes motivos para sentir un rechazo absoluto por todo ello más que justificado. Y no diré más. De momento. Lo único que siento a estas alturas de mi vida, desaparecidos ya el asco y la rabia y el rencor, es que no se apliquen castigos severos a todas esas personas que sueltan las atrocidades que sueltan por la boca sobre la homosexualidad y otros temas con los que parecen tener verdadera obsesión. Sólo eso.
Sin embargo, sí habrá vermú. Dentro de unas horas. En una terraza. El vermú de estos tiempos. En los que la felicidad (entendida ahora de otra forma) también puede estar presente. Con mis padres, que aún siguen siendo los padres de aquel tiempo tan lejano, aunque los años se les hayan echado encima y mi madre, debido a su enfermedad, ya no pueda ponerse aquellos tacones que la hacían parecer más alta de lo que realmente es. Y con mi hermana. Y con mi marido, señor Obispo de Málaga, que en nada se parece a un perro.
 
 

1 comentario:

  1. Estos recuerdos de los domingos de tu infancia son casi exactos a los míos, salvo que bebíamos granadina (aún no había cocacola, llegó enseguida), por supuesto con patatas y olivas. Antes habíamos ido a una pastelería a por el postre. Me han encantado, Ovidio.
    Y respecto a los dos párrafos finales, ¡ole, ole y ole!

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