jueves, 28 de junio de 2012

Tarde de tormenta

Nada hacía presagiar lo que vendría después. A primera hora de la tarde lucía el sol y aún podías plantearte coger el coche para ir a la playa. Este año creo que va a ser un año de bastante playa (bueno, hasta donde la gasolina, con sus precios imposibles, aguante, que ésa es otra). Llegar allí, a la playa, pisar la arena, despojarte de la ropa, sentir el sol y el agua del mar en la piel desnuda, tumbarte en la toalla y olvidarte de los problemas, que nunca son pocos. Sin embargo, el cielo estaba lleno de nubarrones y decidimos salir a pasear, como todos los días. Nos encontramos con un viejo conocido. Iba solo, la cara triste, los ojos llorosos y perdidos, el cuerpo hinchado. Nos contó que acababa de morir su pareja, su compañero de tantos años. Un cáncer fulminante. Tres meses de sufrimientos y adiós. Siempre les veíamos juntos, caminando un poco distanciados el uno del otro, quizá con ese miedo antiguo que aún tienen algunas parejas gays de cierta edad de que el resto del mundo se entere de su relación. Uno no sabe bien qué decir en estos casos. Cualquier palabra, por bienintencionada que sea, sobra. Volvimos a pensar que la vida, que siempre resulta tan corta, hay que disfrutarla plenamente: cada momento, cada segundo, por insignificante o rutinario que nos parezca. No hay que desfallecer. De repente, puede surgir cualquier cosa inesperada y la historia se termina. Así, sin más y sin contemplaciones. Y de nada sirven las preguntas, los porqués, las quejas ni los lamentos. Se trata de lo que hay. Seguimos con nuestro paseo, tan reconfortante para despejar la cabeza y ahuyentar las preocupaciones. Y de repente sucedió, rayos y relámpagos a lo lejos, gotas de lluvia del tamaño y la consistencia de piedras. Cuando llegamos a casa, Francesca estaba medio enloquecida, asustadísima. Escondida debajo de la cama (ella, que durante las tarde jamás abandona el sofá que se encuentra al lado de la ventana y desde el que observa las ventanas del edificio de enfrente), muerta de miedo. En ese momento, sentimos cómo el granizo se azotaba contra las ventanas. Desde ese momento, Francesca no volvió a separarse de nuestras piernas. Las orejas tiesas al oír cada nuevo relámpago, al ver el reflejo de los rayos; los ojos desorbitados; el pelo erizado y el maullido alarmado. No volvió a acercarse al sofá desde el que siempre observa todas las ventanas del vecindario, cual Grace Kelly en "La ventana indiscreta". Nos pusimos a leer, cada uno en su sofá, intentando no pensar demasiado en la muerte del compañero de nuestro viejo conocido. En la vida que a él le tocará vivir a partir de ahora, que ya está viviendo. Cogí el libro que tengo estos días entre manos (muy recomendable: "La verdad sobre Marie", de Jean-Philippe Toussaint, publicado por Anagrama), y releí su final: "Apenas despuntaba el alba en la Rivercina, y nos apretábamos el uno contra el otro en la cama, nos abrazábamos en la penumbra para mitigar nuestras tensiones, la postrera distancia que separaba nuestros cuerpos se estaba colmando, e hicimos el amor, hacíamos suavemente el amor en la grisura matutina de la habitación, y en tu piel y en tus cabellos, amor mío, seguía persistiendo un intenso olor a fuego". Y pensé, sí, que la literatura siempre puede con las tormentas. Con todas las tormentas.

3 comentarios:

  1. Vaya,vaya con la tormenta.Cuanta alteración,cuanto desasosiego y cuanto terror logró una tormenta, con su ancestral carga de truenos,rayos y zozobras.Cómo alteró y desbarató el rutinario paseo siendo el presagio de una funesta noticia. Cuánto desasosiego llegó a inocular mostrando la fragilidad de la existencia con sus relámpagos cortísimos y sus truenos retumbantes.Con cuánto terror fue vista por la pobre Francesca que nada entendía y se escondía,se escondía. Fascinante el proceso creativo surgido de un simple fenómeno atmosférico.Gracias de nuevo Ovidio.

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  2. La tormenta más violenta que he sufrido en mi vida fue hace muchos años en la sierra de Madrid, perdida en una casa en mitad del monte. Fue una tormenta grasera contra los que allí estábamos, una tormenta con tal aparato eléctrico que dejaba iluminaba toda la montaña, por algunos minutos. Las tormentas (como determinados perros) me dan muchísimo miedo. Aquella vez, me salvo de la desesperación, Anna karenina

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  3. Me encantan las tormentas, aunque me da pánico la fuerza sobrenatural que parece que desprenden. Me encanta el olor que queda después de ellas, tan distinto si estás en asfalto o en el campo, pero tan parecido, con ese efecto sanador. Puedes respirar profundo y dejarte empapar por la lluvia o después, si tienes miedo a que la lluvia se lleve algo de tí, dejarte llenar por el aire limpio de contaminación y estar así sin más, esperando a que tras el bochorno llegue una nueva tormenta.
    Ayer hacia mucho calor, demasiado calor, presagiaba una derrota y, al final, la lluvia nos trajo la victoria... una de tantas que vendrán, victorias que serán colectivas y personales, victorias que sabrán dulces y no nos dejarán indiferentes.

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