Tomar una copa. Un gin-tonic, para ser exactos. Hacerlo lejos de tu casa, de tu ciudad. Tomar una copa en Madrid, cerca del María Guerrero, mientras llega la hora de ver a Núria Espert sobre las tablas interpretando la obra cumbre de Lillian Hellman, "La loba". Esa obra que inmortalizó Bette Davis en el cine, de la mano de William Wyler, y Anne Bancroft y Elizabeth Taylor en el teatro. Hace calor, es sábado y apenas pasa gente por esa calle. En el bar -donde aseguran que pueden preparar más de sesenta gintonics diferentes- sólo una de las mesas del fondo está ocupada. Son dos mujeres jóvenes que se quitan la palabra constantemente, como si tuviesen muchas cosas que decirse, muchas ganas de hacerlo y el tiempo se les echase violentamente encima. La casa, el trabajo, los niños, el marido, qué sé yo... El rumor de sus voces. La música, suave. Beber lentamente de la copa, saboreando la perfecta combinación, el leve sabor al final del limón que se quedó atrapado entre los abundantes y gruesos cubitos de hielo. No decir muchas cosas. Entenderse con las miradas. Es más que suficiente. Sentir el frío en las manos al posar la copa de nuevo: ese frío que es como un fuego ardiendo y que deja los dedos paralizados. Sólo disfrutar de ese momento. No hay problemas. No hay quebraderos de cabeza. No hay que mirar hacia el futuro, ni siquiera pensar demasiado en mañana o en pasado mañana. Faltan unos minutos para las ocho de la tarde, avanzando el mes de junio, otro verano más que se acerca. Se necesitan años para aprender a disfrutar de un momento así, para ahuyentar el miedo, para olvidar las preocupaciones, para detener la ansiedad. Aunque sólo sea por ese pequeño espacio de tiempo. Olvidarse de todo. Las cosas y las personas que se quedaron por el camino. Cada cual, quizá, se fue poniendo en su sitio. O lo fue poniendo la propia vida, quién sabe. No pensar en nada. Ni siquiera en que el curso de la historia pueda llegar a cambiar. Abstraerse por completo. Dejar la mente en blanco, llevarla hacia otro lugar. No hace falta ponerle nombre a ese lugar. Ahí donde (casi) todo puede ser posible. Y sentir cómo se desliza por la garganta la ginebra helada, la tónica que va perdiendo un poco de fuerza, el regusto ácido del limón: todo ello a la vez. Sentir el flash de la cámara. Otra fotografía. Quizá ella, la fotografía, pueda reflejar el instante. La ausencia de problemas, la mente en blanco, los síntomas deliciosos de esa única copa. La emoción de volver a ver a la Espert, de entrar en ese teatro, el María Guerrero, que aún no conoces. De quedar asombrado por todo el reparto de la obra (eso, en ese momento, aún no lo sabes), sobre todo por ella, por la Espert, tan imponente como siempre, por Héctor Colomé, ¡qué voz!, y por Jeannine Mestre, con esa mirada profunda y frágil y asustada, en el papel más lucido de la función (junto al de la propia Espert). Detener el tiempo, en ese preciso instante. Con el sabor de la copa aún en la boca. Detener el tiempo, sí. Recordarlo ahora, detenido. Y reflejarlo aquí, horas más tarde. Más o menos.
Muy intenso, como acostumbras.
ResponderEliminar