Son las ocho de la tarde. La ventana de la sala está abierta de par en par: aún entran los últimos rayos de sol, muchísima claridad. Estamos en casa, cada uno a sus cosas. El silencioso trajinar de un lado a otro, buscando algo: un libro, un cuaderno, un dvd, una barra de pegamento, un lápiz, un periódico atrasado... De vez en cuando, alguna pregunta, ¿abrimos una botella de vino?, ¿qué vamos a cenar?, ¿quedaremos este fin de semana con estos amigos o con los otros? Seguimos, antes de descorchar la botella de vino o de preparar la cena, cada uno a lo nuestro. Y de repente, me acuerdo de ella, de la mujer que esta mañana hemos visto en el hospital. Subimos hasta allí para una revisión del ojo (todo en orden, pese a que no puede darme el sol en la cara en los próximos seis meses). Y mientras esperábamos nuestro turno, allí estaba ella. Acababa de salir de la consulta de la doctora, que había decidido ingresarla inesperadamente dada la gravedad de uno de sus ojos, y las enfermeras estaban tratando de localizar a su cuñada, su único familiar vivo. Tendría alrededor de setenta años, gestos suaves y educados, el pelo blanco y la ropa nueva, pinta de buena persona. La mujer estaba allí, al lado de los que esperábamos nuestro turno para la consulta, esperando. Decía que estaba sola, que apenas tenía relación con nadie, que esa mujer que estaban tratando de localizar las enfermeras, su cuñada, un poco mayor que ella, era la única con la que, muy de cuando en cuando, hablaba por teléfono. El resto de su familia se había muerto. Y los vecinos, pocos, eran de esas personas que viven su vida y no quieren demasiado trato con los que viven al lado. Sobre todo, pensamos, si son mayores. Siempre recuerdo llegados a este punto a las mujeres de algunas de las (mejores) películas de Almodóvar, en esa camaradería entre vecinas que el director asegura reflejar de los pueblos de La Mancha donde nació y se crió. Esa misma camaradería que yo también vi, hace muchos años, en Mieres, donde vivían mis abuelos. Un toque en la ventana para comprobar que todo estaba bien, una fuente con un poco de comida si una de ellas estaba enferma y los hijos no podían acercarse hasta allí ese día, un brazo del que agarrarse para que te acompañase al médico o te ayudase a bajar las escaleras que conducían a la peluquería, una simpática charla a media tarde si la melancolía acechaba, un café compartido... Esas pequeñas cosas que conforman la vida cotidiana, el día a día, y que algunas personas no piensan demasiado en ellas hasta que sufren esa soledad y ese desamparo en sus propias carnes. De pronto, la mujer se echó a llorar. Lloraba por la soledad, por lo inesperado del ingreso, por lo desvalida que se sentía en aquellos momentos. Todos los que estábamos allí intentamos calmarla. Las enfermeras, también. Ahora llegará la trabajadora social, decían. Al parecer, la mujer se había dejado el móvil en casa y resultaba imposible localizar a su cuñada. La mujer seguía llorando, pensando -seguramente- en sí misma, recorriendo la frialdad de aquellos pasillos en dirección al quirófano, sin sentir la presencia de nadie antes de entrar en la operación, ni tampoco después, al despertarse. No había consuelo para ella. Posiblemente, lo que había sido su vida también estaba pasando por su cabeza en aquellos momentos.
Estamos en casa, sí, cada uno a lo nuestro. Ahora ya ha oscurecido y cerramos la ventana. Y recordamos a la mujer que vimos por la mañana en el hospital, qué habrá sido de ella. No es el único día que la recordaremos. Ni tampoco el único en el que pensaremos en lo frágiles que somos. En lo insignificantes en que llegamos a convertirnos cuando la soledad muerde de esa manera.
Lo más terrible que puede pasarnos como personas, es que la vida nos deje huérfanos de vida.
ResponderEliminarsol-edad...que distante es la realidad de la luz y de las doradas edades.La fría ausencia de los que nos han acompañado a lo largo de los años, ya no es aquél sol que nos ha dado su luz y calor, aunque sea una frase hecha.
ResponderEliminarLos auténticamente solos son aquellos que ni siquiera saben que lo están, rodeados de vida, sin vivir la de ellos, vacíos de esperanzas teniendolo todo. Me aterra la idea de esa soledad, pero también me aterra estar solo sin haberlo decidido, estar solo por abandono,... ¿en qué se está conviertiendo esta sociedad? ¿en qué nos estamos convirtiendo?
ResponderEliminarSoledad.Cuando viene acompañada del aislamiento,del abandono, de la vejez,de la pobreza,del quebranto de sentirse arrojado de la vida debe ser devastador.Nadie estamos libres de caer en esta trampa. De niño les llevábamos tabaco a los hombres y chocolates a las mujeres del asilo(ideas de los curas).Indeleble quedó en mi memoria ver el instante preciso en que su hijo se "deshacía" de su padre entregándoselo a las monjas del asilo(en una época en que tal vileza era un auténtico despropósito). Con su maleta vieja, su boina, su pantalón de pana obscuro, su bastón y su infinita desolación. La "condena" de este hombre a una soledad forzosa,inimaginable e inconmensurable. Ver llorar a un hombre mayor(enorme según recuerdo) con tanto sentimiento;a lágrima viva,es, a día de hoy, una de las experiencias más desgarradoras a las que me he enfrentado. Inconsolable. Las manos en la cara empapada en llanto...
ResponderEliminarAl mes siguiente(los curas tienen calendarios inflexibles)volvimos los infantes con nuestra peculiar carga. Por curiosidad pregunté por aquel hombre.En efecto, había muerto...