domingo, 17 de junio de 2012

Capote por Warhol

La fotografía está ahí, en blanco y negro, en ese elegante color plata tan del gusto de su autor, en la exposición que puede verse estos días en el Fernán-Gómez sobre Andy Warhol. Es del año 82 y muestra al escritor Truman Capote dos años antes de morir. Está tumbado en una hamaca, vestido con ropas de verano, unas oscuras gafas de sol en las manos, los ojos levemente cerrados por el reflejo de la luz, del sol que va decayendo en la tarde o que aún no ha terminado de salir en las primeras horas de la mañana. Son ya los años de la decadencia total del escritor. Y así quedan reflejados en la fotografía. El pelo escaso y blanco, el pequeño cuerpo hinchado por el alcohol y las pastillas, el rostro deformado por los años y los excesos, los pies desnudos buscando una liberación. Demasiados viajes, demasiados bailes, demasiadas peleas (consigo mismo y con los demás), demasiados delirios, demasiados vaivenes emocionales. El cansancio de vivir, sí. O el peso de la vida. Algo así podríamos decir. "La vida pesa más que la muerte", escribe Soledad Puértolas en una de sus mejores novelas. Ahí, en esa impresionante fotografía, está todo eso. Está, Capote, tumbado, como digo, en una hamaca de color claro. Y la hamaca está sobre las maderas del porche de una casa de campo. Posiblemente el escritor estuviese pasando unos días de descanso en la casa de un amigo, cerca de Nueva York, quizá del propio Warhol, no lo sabemos. Una pequeña tregua. Unas breves jornadas de reflexión y de buen tiempo. Un respiro para la salud física y emocional. Un intento, más o menos desesperado, de encontrar la inspiración, de rememorar (otra vez) los años de la infancia, de los primeros descubrimientos: aquellas voces, aquellos ámbitos: todo aquel inicial deslumbramiento, tan presente en la memoria. O de atrapar durante un instante los años de gloria, con el mundo a sus pies, tras la publicación de "A sangre fría", esa novela que es ya un clásico del siglo XX. Parece que el verano se estuviese acercando o, quizá, se tratase de los primeros días de septiembre, aún calurosos y soleados, el otoño ya en camino, siempre con sus constantes promesas de cambio, de renovación. El sol, la luz: la antítesis de la noche, de las interminables jornadas en Studio 54, en su pista de baile, siempre copa y cigarrillo en mano, como podemos ver en las fotografías que se conservan de la época, rodeado de artistas al borde del desenfreno o de la inevitable caída, o de camareros anónimos con cuerpos esculturales y semidesnudos, recubiertos de purpurina y afán de celebridad en el brillo de los ojos y en la punta de los pezones. O en los bajos de la discoteca (esos mismos que ahora se van a abrir con aires de cabaret para incondicionales de los mitos, de los musicales y de las luces que, a veces, acaban convertidas en auténticas y demoledoras sombras), que de todo habría (suponemos) en aquellas noches repletas de magia y de peligro, de huidas constantes, de necesidad de demostrar que había que beberse aquella noche, la que fuera, como si se tratase de la última. Capote por Warhol. Faltaba poco para el final. Quizá los dos lo sabían, aquella tarde o aquella mañana de verano, tal vez con el otoño a la vuelta de la esquina como una promesa o como otro peso más, ya casi insoportable. Sí, seguro que los dos lo sabían. La cámara, siempre implacable, fue incapaz de mentir.

1 comentario:

  1. Muchas veces las derrotas que sufrimos no son más que eso: instantáneas sin color de una vida que tuvimos.

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