viernes, 4 de mayo de 2012

Paseos con mi madre

El columpio se mecía en el aire, hacia atrás y hacia adelante, impulsado por las manos de la madre, pero el niño quería que el movimiento fuera aún mayor. La fuerza de esas manos, las de la madre, pequeñas y estilizadas como las de su propia madre, tenía un límite y no daba más de sí. El pelo del niño, largo y liso, se agitaba por el movimiento y por el aire que venía de lejos y que anunciaba ya la hora de la retirada. Atrás, estaba el campo, donde habían pasado el día, y el padre que recogía las cosas y la hermana, que era muy pequeña y caminaba aún con esa torpeza que hace sonreír a los adultos. Delante, la tierra que, desde lo alto de aquel columpio, parecía que tocase el cielo. El mismo cielo que él, el niño, casi podía tocar con las manos, si las pudiese soltar de aquel hierro que dejaba su rastro anaranjado en la carne infantil. Sólo somos conscientes de la felicidad durante momentos muy breves o cuando ya ha terminado el instante en que la estábamos viviendo. Si el niño, convertido ya en adulto, pudiese atrapar cinco minutos de felicidad, parte de ellos correspondería a aquella tarde primaveral, con ese frío que aparece de repente, acaso acompañado con unas gotas de lluvia y un arco iris trémulo que se diluye en la oscuridad, y anuncia que aún falta tiempo para que llegue el verano y que es hora de recogerse, de poner la chaqueta y regresar a casa. El niño, como es natural, no quería volver a casa, a los quehaceres previos al día de reanudar las clases, el colegio, y movía su pequeño cuerpo para que el columpio no se detuviese y le pedía a la madre que no dejase de hacerlo, de empujarlo hacia delante y hacia atrás, aunque su fuerza, la de la madre, no fuese la deseada por el niño. Aquel niño que reía y reía, ajeno a todo, sólo atrapado en aquel vuelo, el vuelo de un columpio que casi permitía tocar el cielo con la yema de los dedos, hacia adelante y hacia atrás, y en la complicidad con aquella madre, su madre, tan guapa, tan joven, tan sonriente, tan llena de vida. El padre les llamaba, ya estaba todo recogido en el maletero y la hermana instalada en el coche, pero ellos seguían allí, como si no le oyesen, o como si le oyesen pero quisiesen hacer oídos sordos a lo que correspondía, el regreso a casa, la rutina del comienzo de la semana, la normalidad. Todo eso que vendría después, claro, en los días sucesivos, en las semanas sucesivas, en los años sucesivos, tan llenos de cosas, de toda clase de cosas. La madre no dejaría de ver al niño, aunque ya hubiese cumplido los cuarenta, como aquel niño que se mecía en el columpio, que no quería que la tarde llegase a su fin ni que el viento dejase de revolotear aquel pelo liso que los años, no se sabe muy bien cómo, irían rizando. Y el niño, aunque ya hubiese cumplido los cuarenta, no dejaría nunca de ver a la madre como la veía aquella tarde: tan joven, tan guapa, tan sonriente, tan llena de vida. Ni siquiera cuando la enfermedad se apoderó de ella y la dejó prácticamente inválida durante algún tiempo. Ambos recordarían, tiempo después de que la enfermedad hiciese su aparición, aquellos paseos, los que daban por la calle, delante de su casa, apoyada la madre en una muleta y en el brazo del hijo (apoyado el hijo en la esperanza, esa palabra sucia que nos equilibra con esas promesas que no siempre llegan, no quedaba otra), en los que invertían parte de la tarde en recorrer apenas cinco metros. Tal era el dolor que la atravesaba. El dolor que reflejaba su rostro. Y que volvía impotentes al hijo y al resto de la familia. Ni siquiera entonces la madre dejaba, para su hijo, de estar joven y guapa y sonriente y llena de vida, aunque aquella vida no estuviese más que en las ganas que ambos (sobre todo en las del hijo) tenían de que la enfermedad se calmase y las cosas volvieran a ser como antes, aunque ambos sabían que no volverían a ser así, que las enfermedades van a su aire, hacen lo que les da la gana y es muy difícil engañarlas y esconderse de ellas. Casi cada día, durante aquellos angustiosos paseos, el hijo recordaba aquella imagen que hoy ha regresado a su memoria, cuando la enfermedad de la madre -aún sin desaparecer: nunca lo hará- se ha calmado, la de aquel niño mecido por el viento y por el impulso de un viejo columpio arañado por el óxido -la carne infantil pintada de naranja- y el desgaste del tiempo. En aquella tarde que ninguno de los dos, ni la madre ni el hijo, quería que llegase a su fin.  

2 comentarios:

  1. La madre del niño de cabello liso, rizado con el paso del tiempo, ha de estar orgullosa del niño del columpio. Ese niño con corazón de poeta.

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  2. La enfermedad, siempre injusta, de nuestros padres, de nuestros seres queridos nos hace más humano. La enfermedad de nuestros padres, sobre todo a los que no tenemos hijos, nos toca terriblemente el corazón. Pero la esperanza no es una palabra sucia aunque, en ocasiones, sólo sea una agarradera, la única, para no despeñarnos por el precipicio.

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