viernes, 25 de mayo de 2012

En el hospital

Son las doce y media de la mañana. Estoy tumbado en una camilla, esperando a entrar en el quirófano. Tengo un enorme reloj en la pared que está enfrente de mí. En esa sala, cercana a la de operaciones, hace calor, mucho calor. Me han dicho que al señor que está siendo operado ahora mismo le ha surgido una complicación y que debo esperar un poco más. ¡Un poco más! Llevo en el hospital desde las nueve de la mañana, hora a la que fui citado. Hace un cuarto de hora me han puesto el camisón y el gorro para la operación y me han subido hasta aquí. Tengo que decir que todo el personal se ha mostrado encantador y cariñoso. A mal tiempo, hay que poner buena cara, me dijo una de las chicas que me tomó la tensión. Además, mira qué día tan bueno hace, luego podremos comer en una terraza... Me gusta la gente a la que le encanta comer en una terraza. Me gusta la gente positiva. Sobre todo, si tiene que trabajar en estos sitios. Mi familia está esperando, dos plantas más abajo, en la misma sala, la antigua capilla del hospital, donde yo estuve esperando hasta ahora. Tres horas esperando en una silla, delante de un mural muy setentero donde destacaban las figuras, ya un poco borrosas, de Jesucristo y de un apóstol. Unos y otras entran de cuando en cuando en la sala donde estoy, me preguntan qué tal me encuentro, si tengo frío, me dicen que enseguida entraré en el quirófano... Sé que no es cierto, pero agradezco la amabilidad y sonrío. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cada cinco minutos, el reloj que tengo en la pared de enfrente emite un sonido. Cada cinco minutos, miro hacia él: no puedo evitarlo. Entre medias, quiero olvidar ese momento en el que me pinchen en el ojo y trato de pensar en otras cosas. En esos dos chicos desaparecidos que protagonizan la novela de Carme Riera que estoy leyendo estos días, "Naturaleza casi muerta". No suelo perderme ninguno de sus libros. No estaría mal tener ahora el libro aquí para hacer más llevadera la espera. Bueno, tampoco creo que pudiese concentrarme demasiado en la lectura. Ese ir y venir de gente que entra y que sale de esta sala, que me sonríe, que me pregunta qué tal, los cuchicheos, las palabras altas que se intercambian entre ellos sobre horarios, turnos y demás, el tictac de ese reloj cada cinco minutos... Pienso en una playa, en el rumor del mar cercano, el sol calentando los cuerpos, pero enseguida dejo de pensar en ello porque quiero reservar ese pensamiento, el de la playa, para el momento de la intervención dado que la anestesia será local y me estaré enterando de todo. Intento dormir, pero, una vez más, no puedo. Qué alivio sería poder dormirme hasta que pasara todo. Imposible. Por lo tanto, ni siquiera me desespero ya por ello. Lo bueno de ir cumpliendo años es que vas asumiendo las cosas de un modo natural, con una sosegada resignación. El reloj marca la una y media y el chico que me subió hasta aquí -campechano y dichararecho- me dice que a las dos entraré en el quirófano. ¡Media hora más! Si es que en esta vida no hacemos otra cosa que esperar... Venga, otra vez a darle vueltas a la cabeza, a buscar temas con los que entretenerme. Siento un impulso por largarme de aquí, levantarme de esta camilla y salir despreocupadamente de todo este recinto, sentarme en una terraza y tomar dos Martinis bien secos de golpe, pero dejo que el impulso se diluya en una sonrisa, por muy peliculero que quedara el asunto. El reloj se va acercando a las dos. Llegó la hora. Por fin. El mismo chico dichararecho y campechano que me dejó aquí hace hora y media mueve la camilla. Salimos de esta sala. Hace frío por los pasillos. Y al entrar en el quirófano, también lo siento. Un frío extraño. Me llenan de cables y de cosas. Me toman la tensión una y otra vez. Siento esa presión constantemente en mi brazo izquierdo. Me tapan la cara, excepto el ojo que van a operar. Siento dos pinchazos terribles en el propio ojo, pero yo ya estoy en otro lugar, en esa playa que tenía reservada para este momento. Sé que me están diciendo algo, pero yo sólo puedo oír ese rumor, el del mar cerca de mis pies, la luz del sol calentando mis párpados, la mano acariciando la arena caliente, la arena deslizándose por los dedos... 

1 comentario:

  1. Estoy segura que este testimonio, el tuyo, le servirá a otras personas, cuando en momentos delicados tiren por la calle fácil: huir. Ahora lo que me pide el cuerpo, es mandarte un cálido abrazo y pensar en la playa.

    ResponderEliminar