La niña está ahí, en la fotografía que sus padres me acaban de dar, vestida con su traje de Primera Comunión. No es un vestido excesivo ni rimbombante: es sencillo. Como ella misma, la niña, Lucía. Es la hija de una amiga de la facultad, Beatriz, Bea la llamábamos todos. Viendo la foto de su hija, ahora entre libros, la recuerdo a ella, a su madre, en la época de la facultad. Tan inquieta, tan llena de vida, tan colega. Los ojos, tan llamativos. Y la recuerdo también muy triste, como si de repente fuera otra muy distinta, cuando su madre murió. Los ojos, entonces, más apagados. La rabia y la impotencia por lo sucedido en el fondo de ellos. Desde aquella época, la de la facultad, hasta ahora nos hemos ido viendo de tarde en tarde, felicitándonos por el cumpleaños (el suyo, el día de Nochebuena, es difícil de olvidar) y cosas así. Con este invento de las redes sociales, hemos recuperado la amistad. Otra de las ventajas de este fabuloso invento. Ahora sé que está ahí (al margen de cenas, charlas y vinos en vivo y en directo), al otro lado de mis artículos, de mis fotografías y de mis cosas, pero yo sé que, si lo hubiese necesitado, Beatriz, Bea como la llamamos todos, hubiese estado ahí. Hay cosas que no tienen una explicación sencilla. O quizás, sí, demasiado sencilla. Y ésta es una de ellas. A veces no hace falta ver todos los días a las personas para que la fuerza de las uniones esté presente. Eso lo sabemos todos. O casi todos.
Lucía está ahí, en la fotografía, con su vestido de Primera Comunión, guapa e inocente. Le hemos regalado un cuaderno porque le gusta escribir. ¿Qué le deparará el destino? Ah, la incógnita. La gran incógnita. Ahora está ahí, como una niña de su edad: hay niñas de nueve años que, por sus gestos y su manera de vestirse, parece que se hubiesen tragado cuatro o cinco años de golpe y se hubiesen instalado ya en la adolescencia más conflictiva. Lucía, no. Como debe ser. Está ahí. Y lee, y escribe. Viéndola a ella, con ese traje sencillo de Primera Comunión, me he acordado de muchas otras niñas en ese día. Mi propia madre, mi prima, mi hermana... Cada una en su momento y con sus particularidades. Las fotografías, en blanco y negro o en color, son testigo de aquellos momentos. Mi madre, a la que los abuelos no pudieron comprarle el traje que ella deseaba. Mi prima, que, desde esa fotografía, la del día de su Primera Comunión, podría definir toda una época. Y mi hermana, a la que, como a mí, le faltaba poco para que le empezase a ahogar todo lo relacionado con la Iglesia y sus abanderados. Esos que ahora exigen al gobierno que se elimine de Educación para la Ciudadanía la referencia al rechazo a la homofobia. Y el gobierno acepta. Lo que ha hecho la Iglesia (y sigue haciendo, por lo que vemos) no tiene nombre. A mí mismo, sin ir más lejos, me han hecho tal daño que es entrar en una Iglesia cuando están dando misa y tengo que abandonar de inmediato el recinto, no puedo evitarlo: mareos, sudores fríos: todo el pasado -quince años estudiando con ellos- que vuelve de golpe. Sé que no estoy solo, que a mucha más gente le sucede lo mismo. Ellos lo consiguieron por sí mismos. Y nosotros pagamos -aún hoy- las consecuencias.
Pero me quedo con ella, con Lucía, vestida de Primera Comunión para esa fotografía, el nombre y la fecha escritos por ella misma a un lado. La mirada llena de vida, de ilusiones, de esa felicidad que parece perpetua. Aunque luego, con el paso del tiempo, vayas descubriendo que las cosas no son así. Y ese recuerdo, el de la infancia y la felicidad que parecía perpetua, ayude a mirar hacia el futuro, venga por el lado que venga.
Las fotografías de ayer y de hoy, son el tránsito visible de lo que hemos sido, de lo que nos deparó la vida, y desde luego, de lo que hemos querido ser: buenas personas, porque en definitiva, es lo que cuenta.
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