jueves, 10 de noviembre de 2011

La chica del supermercado

Eran alrededor de las doce de la mañana y la mujer estaba delante de mí en la cola de una de las cajas del supermercado, la del medio. Era alta (no llevaba tacones), con buen tipo y tendría unos cuarenta años bien llevados: la piel cuidada, sin rastro de arrugas en el rostro. El pelo largo, salpicado de mechas rubias, recogido de manera informal y con estilo, las gafas de sol colocadas despreocupadamente sobre la cabeza, las ropas sencillas y con ese aire retro que continúa estando de moda, los gestos de una persona activa, dinámica y con las ideas claras. Dentro del enorme bolso de piel que colgaba de su hombro, podían distinguirse varios paquetes de Marlboro light, un mechero rojo, una cartera grande de la misma piel que la del bolso y dos libros de Anagrama, tapa amarilla: uno de ellos, el más grueso, eran los últimos cuentos de Julian Barnes. No tiene mal gusto la chica, pensé. Hablaba con la cajera del supermercado como si les uniese una amistad, algo más allá del vínculo habitual que se establece entre una cajera y una clienta: ya se sabe: buenos días o buenas tardes, seguro que va a llover hoy, ¿necesita bolsa?, ya estamos en Navidad como quien dice, los turrones están en promoción, qué cara de sueño tiene hoy el niño... La mujer no parecía tener niños. Era el tipo de mujer a la que no le interesan los niños. Ni siquiera cuando pasase uno muy guapo o simpático por su lado se fijaría en él: estoy seguro. ¿Cómo lo llevas?, le preguntó la cajera, bajando un poco el tono de voz, mientras ella, la mujer, iba sacando de la cesta los productos que había comprado. No demasiado bien, contestó ella, no te voy a mentir. Un champú y una mascarilla de la misma marca para el pelo, un paquete grande de pan de molde integral, jamón york y queso estuchados, una bolsa con lechuga, cuatro yogures desnatados de la propia marca del supermercado y diez bricks de vino Don Simón. Esos eran los productos que había en su cesta. Ni uno más ni uno menos. Mientras los sacaba y los colocaba sobre la cinta, el hombre que iba delante de ella y que aún estaba recogiendo sus compras en una bolsa que acababa de sacar perfectamente doblada del bolsillo de su pantalón, se fijó en el sujetador (blanco) de la mujer cuando, al agacharse, se le abrió un botón de la blusa. Ella zanjó aquella mirada con otra y el hombre se fue del supermercado sin decir ni adiós, pensando, seguramente, en lo que, más tarde o más temprano, acabaría haciendo con aquella imagen en la intimidad. La cajera sonrió y, mientras iba pasando los productos por la máquina, le deseó paciencia. ¿De qué estarían hablando? La curiosidad, en algunos casos, es poderosa. ¿Un divorcio, un despido inesperado, un horario de trabajo abusivo, una enfermedad irreversible? Ah, ahí se quedará la duda. Diez bricks de Don Simón pueden ser una pista. O quizá no. Quizá sólo se preparaba para ver el debate de esa noche: Rubalcaba o Rajoy, that´s the question. Se despidió de la cajera y salió del supermercado. Cuando yo lo hice, a los pocos minutos, la encontré sentada en uno de los bancos de enfrente, con las bolsas del supermercado en el suelo, fumando con ansia un cigarrillo y leyendo uno de los cuentos de Barnes, como el que no tiene ninguna prisa o no le apetece demasiado irse para casa, consciente de que nadie le está esperando o de que quien lo hace no le interesa lo más mínimo.

4 comentarios:

  1. Genial el chiste de los bricks de vino, yo por si acaso el lunes me fui al cine, mejor que ver en televisión un debate amañado hasta el límite.
    Buena, muy buena costumbre y muy sana, en mi opinión, la de observar la realidad, observar a tus semejantes, en cualquier sitio: en el autobús, en la calle sentada en un banco, en el ascensor de los centros comerciales,... Me encanta observar e imaginar su vida, mejor o peor que la nuestra, pero protagonistas de la misma.
    La pareja que está a tu lado en el restaurante mientras esperas y que muchas veces no tienen que decirse agotados por el aburrimiento, el desánimo o el estrés...
    Las colegialas en la parada del autobús, con sus faldas remangadas en la cintura y sus carpetas forradas, suspirando por ser pronto mayores...
    La mujer que va leyendo en el tren de Lugones a Oviedo, viviendo como suyos los sentimientos de los personajes de la novela...
    El conductor que espera en doble fila a que llegue la persona a la que espera, ¿será su amante?
    La cajera del supermercado que fuma un cigarrillo en mi portal mientras espera para entrar a su turno, el hombre de la cola del banco que siempre tiene prisa, el cajero que siempre está enfadado, la mujer de correos que está aburrida de pelear sola con su hijo, la mujer de la cola del cine del lunes que dijo que yo era una fresca porque mi compañero de piso me estaba guardando sitio, ¿qué razones tenía para discutir conmigo si estabamos entre los diez primeros de la cola?
    La cantante del grupo de blues que va de pueblo en pueblo llenando a la gente con su energía.
    La madre que no deja que nadie haga fotos a su hija.
    Me encanta, construir argumentos diferentes a las vidas de la gente, guiones que en mi mente siempre, siempre tiene un final feliz. Final feliz al que todos, todos tenemos derecho.
    Besos para todos

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  2. A mi también me encanta imaginar historias con retales de conversaciones robadas...como me dice mi amigo Miguel, eres como aquellos libros de "Elige tu propia aventura".

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  3. Podríamos decir que esto es cotilleo puro sublimado, pero no, hay algo mas en todas estas historias tan cotidianas rescatadas de su vulgaridad para ser elevadas a grandes momentos. ¿Miramos a los demas para vernos a nosotros? ¿Nos gusta sentirnos observados?

    Un abrazo

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  4. En la cola de los supermercados como en el transporte público, uno, fácilmente, puede adivinar cómo es la vida de los otros. Eso sí, es necesario que un escritor, como lo has hecho tú en este relato, nos ponga ojo avizor para no pasar de largo.
    Amigo, como siempre: Redondo.
    Un beso

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