miércoles, 2 de noviembre de 2011

El secreto

El día de Todos los Santos siempre íbamos al cementerio donde estaban enterrados mis abuelos paternos, en Udrión. Más que un acto íntimo o una jornada de reflexión y de recogimiento, aquello era toda una fiesta: vecinos o familiares que hacía tiempo que no se veían, charlas, voces, risas, besos y abrazos. Muchas veces, el cura, que recorría el cementerio de arriba abajo dando su bendición, tenía que hacer callar a la gente: no siempre de muy buenos modos, todo hay que decirlo. Luisa, la segunda mujer del abuelo y la única abuela paterna que conocimos, siempre nos acompañaba: con sus ropas negras, las que utilizaba desde que su marido se había muerto. Por la mañana, bien temprano, recogía algunas flores del jardín (rosas, si la lluvia no las había machacado en exceso, o margaritas, que siempre aguantan más las inclemencias del tiempo) y luego las depositaba en el nicho donde reposaban los restos de su marido y de la mujer que había parido a aquellos tres niños que ella, tras la boda con el abuelo, crió. Me imagino que no fue una tarea fácil. En el salón de aquella casa de dos plantas, la de los abuelos, siempre estuvo colgada la foto de novios de mi abuelo y de la madre de sus hijos, la abuela María, de la que ellos, mi padre y mis tíos, apenas recuerdan nada. Cuando le preguntábamos a la abuela Luisa quién era aquella mujer tan bella -algunos de cuyos rasgos están hoy en el rostro de mi hermana: todas las mujeres que conocieron a la abuela María, al ver a mi hermana, se asombran del gran parecido físico: los ojos claros, el pelo oscuro, el porte elegante, los rasgos casi perfectos-, ella siempre respondía lo mismo: vuestra abuela. Nosotros ya conocíamos la historia, pero no decíamos nada, como nos habían indicado los mayores. Que no se entere la abuela Luisa de que conocéis esa historia. No digáis nada. Es un secreto. El primer secreto importante que tuvimos que guardar. Nuestro secreto: tener dos abuelas paternas. No todo el mundo podía decir lo mismo. Qué raro se hacía ver aquella foto en aquel salón, la de la abuela María el día de su boda, y saber que aquella abuela que pululaba por la casa y por el jardín, la abuela Luisa, no era la misma mujer. En realidad, físicamente, no se parecían nada, pese a la diferencia de edad. Y los que habían conocido a la abuela María decían, cuando la abuela Luisa no estaba delante, que, en el carácter y la forma de ser, tampoco. La abuela Luisa era una mujer de carácter fuerte y rotundo, una mujer de armas tomar, como solía decirse. Y la abuela María, desde la foto, transmitía todo lo contrario: serenidad, dulzura, sosiego. (Creo que mi hermana, qué cosas, es una mezcla de ambas). Un día, mientras la abuela limpiaba en la parte de arriba de la casa y me peleaba con ella para que me diera una onza más de chocolate (la abuela Luisa era una buena mujer, pero muy tacaña, y eso siempre me llevaba a pelearme con ella), descubrimos una foto: la del abuelo con ella, la abuela Luisa. Era una foto de boda y en ella estaba el abuelo, igual de joven que en la foto de boda con su primera mujer, y la abuela Luisa, cuyos rasgos, mucho más jóvenes, se adivinaban claramente. Le pregunté a la abuela quiénes eran. El abuelo y yo, respondió. Apenas era un niño, pero enseguida me pregunté por las razones por las que los mayores andaban con todo aquella historia del secreto: la abuela no se ocultaba, no mentía. Había dos mujeres, un solo abuelo y una misma época, que quedaba bien reflejada en los trajes de novios de aquellas fotografías en blanco y negro. Seguí, pese a todo, guardando silencio. Los secretos hay que respetarlos. Pero algo me decía, ya por entonces, que las cosas de la vida no iban a ser demasiado sencillas. Como así fue, como así es. Secretos, verdades a medias, guardar las apariencias, miradas que ocultan palabras... Era un niño, claro, y, como es natural, no pensaba demasiado en ello, ni en el tiempo que vendría después. A mí, por entonces, sólo me asaltaba una y otra vez la misma duda: ¿hubiese sido la abuela María, aquella mujer a la que conocimos a través de una sola fotografía, tan tacaña con el chocolate?

4 comentarios:

  1. Ovidio,me has hecho dar un salto en el tiempo de 40 años. Tienes razón las cosas de la vida nunca son sencillas. Besos.

    ResponderEliminar
  2. He leido la maravillosa entrevista de lne y espero pasar mañana por alli para conocerte y compartir recuerdos de NY. Estuve allí 4 años trabajando en el barrio de Chelsea, los mejores de mi vida, y me gusta encontrar gente que tambien haya vivido alli y quiera a esta ciudad tanto como yo, para recordar sus calles, sus teatros, su gente...,
    Me llamo Juan te envio un abrazo

    ResponderEliminar
  3. La madre de mi madre, es decir, mi abuela, era muy tradicionalista con respecto al día de Todos los Santos. Tomaba a los cuatro pequeños de sus siete hijos y campo a través, iba a ponerle flores a sus antepasados al Cementerio de la Almudena. Su hija pequeña, es decir, mi madre, transgredió aquella tradición y durante los últimos 50 años, no ha visitado el Campo Santo salvo en entierros. De ella, hemos aprendido, mi hermana y yo, que a quien hay que rendir culto y tributo, es a los vivos. Por eso, siempre que tengo ocasión, llevo flores a casa de mis amigos.
    Besos, Ovidio.

    ResponderEliminar
  4. Cojo el autobus y salgo para alla... aynnnnnnssss que nerviossssssss

    ResponderEliminar