De repente, ocurre. Compras un libro en estos tiempos en los que eso, comprar un libro, constituye todo un logro. Y ahí está, sí, el deslumbramiento. No siempre ocurre, ni mucho menos, qué más quisiéramos los que, pese a todo, y a diferencia de la biblioteca pública de tu propia ciudad, seguimos comprando libros con regularidad. Después de una larga caminata en la que vas pensando que ése es el día en que sale a la venta, te acercas a la librería, coges uno, el primero que está colocado sobre la voluminosa pila, lo hojeas, sabes que la mayor parte de él ya lo has leído, que lo has hecho varias veces. De hecho, a excepción de ese relato, uno de los más largos del volumen, conoces todos los cuentos. Es una recopilación, "Nada del otro mundo". Tiene una portada diferente (muy bonita, por cierto: la imagen de esa chica de pelo anaranjado, labios rojos, vestido verde y cara de sorpresa o de susto, la sombra que amenaza detrás de su figura: es un estupendo trabajo del hijo de la mujer del escritor, Miguel Lindo), está publicado por otra editorial, Seix-Barral. Sigues hojeándolo, siempre detenido en ese cuento inédito del que has oído hablar a su autor. Piensas en que deberías emplear ese dinero, 18 euros, en otra cosa. Haces, con el libro aún en las manos, un cálculo acelerado. Quitas de aquí, pones de allá: los malabares de siempre, qué cansancio. Y en un arrebato, te diriges al mostrador, se lo entregas a la chica para que te lo cobre, ya está decidido: lo compras. No hay vuelta atrás. Sabías desde el momento en que saliste de casa que ibas a hacerlo, que ibas a comprarlo, mucho antes de la larga caminata por la ciudad. Son cosas que sigues sin poder evitar. Quieres llegar a casa cuanto antes y sumergirte en su lectura. Ese cuento, "El miedo de los niños", el inédito, será el primero que leas. Y te sientas en el sillón, la luz del otoño inundando el cuarto, una brisa fresca que se cuela por la ventana entreabierta, una música clásica que viene de no sé dónde. Francesca, la gata, alertada por esa brisa fresca, busca un poco de calor y se instala encima de las piernas, olisquea el libro y enseguida se queda adormilada. Y aparace, ya digo, el deslumbramiento. Desde las primera líneas, aquellas que leíste en la librería, sabes que te gustará. Es un texto extraordinario, uno de esos relatos a los que no les sobra ni les falta nada, ni una palabra, ni una coma: un relato que te hace pensar, que te hace reflexionar, que te hace recordar. Los días en la escuela, el olor de los lápices, de los cuadernos y de las gomas de borrar, la amistad profunda, la vida rural, el mundo de los niños y el de los mayores por otro lado, las sombras que, como a la chica de labios rojos, vestido verde y pelo anaranjado de la portada, siempre amenazan. Siempre. A veces, leyéndolo, también te acuerdas de los niños que aparecen en las novelas de Juan Marsé, ese hombre al que tanto has leído también y que esconde infinita ternura. Aquel miedo, aquellos fríos y aquella camaradería. Sigues leyendo, lleno de emoción, y llegas al final de la historia de esos niños del título absolutamente conmovido. No crees que exista forma más poética de contar lo que en él se cuenta. Sabes que volverás a leerlo una y otra vez. Y seguirás sintiendo ese escalofrío. Y mientras tanto, te quedas con uno de esos niños, ya adulto, en la cocina de su casa, escuchando la radio o no, sintiendo las huellas del pasado, los recuerdos apabullantes, el temblor de la historia, de esta bellísima y terrible historia. Una de las más hermosas que su autor, Antonio Muñoz Molina, ha escrito.
Pues, Ovidio, con loo que dices y cómo lo dices, no voy a tener más remedio que comprarlo!
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