jueves, 21 de abril de 2011

Veruca

Veruca era la perra que mi hermana, con su novio de entonces, fue a buscar a la perrera municipal. Con ella en brazos, recién rescatada de aquel triste lugar, pasaron a verme a la pequeña librería en la que entonces trabajaba, Aldebarán. Era un día luminoso y ella estaba asustada, temblorosa y sucia, muy sucia. Las lanas marrones de su frondosa mata de pelo estaban pegadas unas a otras, llenas de barro, moscas y excrementos, y olía, lógicamente, fatal. Al parecer, los dueños anteriores la habían abandonado y estuvo deambulando por las calles durante días: perdida, desorientada, muy asustada. No estaba acostumbrada a la dureza de las calles, a esa soledad. Por entonces, como ya he contado en alguna ocasión, yo aún tenía miedo a los animales. Un miedo atroz que estuvo ahí desde siempre, que no sé de dónde venía y que desapareció cuando pasé un año de mi vida viviendo en el campo, en Sariego, rodeado de toda clase de animales: perros, gatos, patos, ovejas, ocas, cabras... Veruca fue uno de los primeros animales a los que me acerqué, que subí a mi regazo, que permití que me lamiesen la cara, las manos, las piernas desnudas. Veruca (su nombre viene de un personaje de Tim Burton, cuya obra, literaria y cinematográfica, mi hermana adora incondicionalmente) era inquieta, juguetona, revoltosa y bonachona. Se hacía querer, se ganaba siempre el cariño de la gente: tan zalamera y entregada era. Lo que más le gustaba del mundo era comer. Y enredarse entre las piernas de los que íbamos de un lado a otro por aquella soleada casa, la que mi hermana compartía por entonces con Álvaro, enfrente del Campus del Milán. En las fiestas que allí hacíamos (siempre hay algo que celebrar), era una más. Le gustaba la gente y estar rodeada de ella. Iba de la cocina al salón, del salón a la entrada para recibir, risueña y muy excitada, a todos los invitados. Siempre estaba alerta por si nos caía algo al suelo: un mejillón, un trocito de queso, de jamón, de tortilla de patatas o de aquella deliciosa empanada que comprábamos en ese sitio que, a vueltas con la crisis, acaba de cerrar. Qué tiempos. Qué lejos y qué cerca están. Cuatro años han pasado ya.
Los recordé ayer, de golpe, cuando la vi correr hacia mí (me reconoció enseguida), con sus ladridos más alegres y encendidos, con sus pasos un poco torpes (le siguen sobrando algunos kilos) y muy graciosos, subirse por mis piernas, reclamando -como siempre- su ración de mimos y caricias, con ganas de jugar. Veruca, testigo de una época inolvidable de nuestras vidas, también del comienzo de aquel amor, el nuestro, cuatro años ya. Cuatro. Qué vértigo.

3 comentarios:

  1. Qué hermosas se vuelven las historias que recordamos cuando en ellas se involucran los animales a los que queremos(o quisimos) tanto.Me gustó mucho tu relato Ovidio.

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  2. Ayer no había llegado todavía a "Veruca" y a la experiencia granjera, ocas y patos incluidos. El modo en el que se venció ese miedo "animal" queda entre nosotros, pero recordarlo ha vuelto a sacarme una sonrisa.

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