La mujer es alcohólica. Tiene alrededor de cincuenta años y vive donde yo vivía antes, cerca de la casa de mis padres. La veo muchas veces, en la mañana o en la tarde, depende del día, cuando voy a buscar a mi madre para dar un paseo y tomar un poleo en una terraza de los alrededores. Hoy es uno de esos días. Son las seis de la tarde de un lunes cualquiera y estamos en una de esas terrazas, pese a que el sol ha vuelto a desaparecer y hace frío de nuevo. Mi madre nota la ausencia de ese calor que tuvimos días atrás en las rodillas, en todos los huesos. La mujer está ahí, bajo uno de esas estufas que instalaron durante el invierno en casi todas las terrazas para la gente fumadora. El cigarrillo en una mano, los codos apoyados en una de las mesas altas, los cuellos de la cazadora subidos, bien abrigada la garganta con un pañuelo de marca enrollado con estilo al cuello. La mirada lejana, ausente, perdida en algún punto de su imaginación, probablemente. Fuma despacio, muy despacio, como si no tuviese ninguna prisa. De hecho, no parece tenerla. Ha dejado su copa de vino tinto en la barra, dentro del bar, que está casi vacío a estas horas. No habla con nadie. No sonríe nunca. En este bar, o en cualquier otro, a cualquier hora de la mañana o de la tarde, siempre está sola, sin hablar con nadie. Sólo una vez la vi hacerlo: en un bar cercano, era muy temprano, aún no había amanecido, estaba muy borracha ya, trataba de darle conversación a todo el que se disponía a desayunar a su lado. Un café, una tostada, un pincho de tortilla o de calamares, y ella pidiendo a voces un vaso más de vino: en vaso de sidra, atinaba a decir. Ahora parece ensimismada, perdida en sus pensamientos, fumando. No me ha reconocido. Entra y sale de los bares constantemente para eso, para fumar. Las copas de vino le duran poco tiempo, casi menos tiempo que los cigarrillos. Alguna vez pasó por la pequeña librería en la que años atrás yo trabajaba. Fue una tarde de verano, la humedad de los últimos días de agosto. Sabía de libros, de escritores. Tenía buen gusto literario. Le gustaba la poesía, especialmente. Los poetas alemanes, sí, sobre todos los demás. Me contó que ahora apenas leía, que no podía. No entró en más detalles. Habló de los clásicos que había leído en la biblioteca de su padre durante su juventud. Balzac, Flaubert, Galdós... Y Rilke, claro. Mi padre, suspiró. Se le humedecieron los ojos. Dijo: seguiremos hablando otro día. Y salió de aquella librería. Volvió alguna vez más, pocas. Después de aquella conversación, la vi en la misma terraza en la que está hoy. En la que mi madre y yo tomanos un poleo y hablamos de los últimos acontecimientos de nuestras vidas, de la dulce rutina. Y también de eso que aún está por venir.
Me ha encantado tu relato. :)
ResponderEliminarMuchas gracias, Zanahoria, por tus comentarios.
ResponderEliminarOvidio