Ése era su nombre de guerra, Stella. No era que conociese a la hermana de una de las mayores heroínas de Tennesse Williams, no: se lo había puesto por Stella Stevens, a la que había visto una aburrida tarde de domingo en una película del oeste que habían puesto por la televisión y de la que ni siquiera recordaba el título. Vivía en un apartamento muy pequeño del centro. Su hijo, de siete años, dormía en el sofá de la sala. Algunas noches, el niño se despertaba asustado, después de soñar con alguna pesadilla, y se metía en la cama con su madre. A la madre le encantaba dormir con el niño, sentir el olor de su piel muy cerca, pero no le gustaba hacerlo en aquella cama, la misma donde recibía a sus clientes. No soporto este apartamento, tan diminuto, decía. A veces les ruego a los hombres que no hagan demasiado ruido, por el niño, les digo. Algunos me hacen caso y otros, no. Hay mucho cretino suelto por ahí, qué te voy a contar. El niño nunca pregunta nada. Le digo que no salga de la sala mientras estoy reunida con alguno de aquellos señores en la habitación. No, nunca hace preguntas. Ninguna. Se queda en silencio, en la sala, haciendo los deberes o viendo la televisión. Le gusta mucho leer, ¿sabes? Y las matemáticas, también. Aprendió a sumar y a restar muy pronto. Yo no soportaba las matemáticas, añadía. En eso es igual que su padre. Al principio, pensé que iba a ser un error, el mayor de mi vida, pero eso sólo fue al principio. Ahora no concibo mi vida sin él, pobre hijo mío. Por él estaría dispuesta a ponerme a fregar, que es lo peor que llevo en este mundo, fregar la mierda de los demás, eso sí que no. Me gustaría tener otro trabajo, claro, cualquier otro menos ése, fregar. Mi madre se pasó la vida haciéndolo y no quiero terminar así, con aquellas manos ajadas, la piel cuarteada y con aquel olor a lejía siempre en el cuerpo, imborrable. Aún ahora, que ya no puede fregar, sigue oliendo a lejía. No hay crema hidratante que pueda con ese maldito olor. Aunque le pusiese el bote entero: ni así desaparecería.
Stella, por Stella Stevens. La conocí una noche, hace mucho tiempo ya, era su día de descanso y estábamos en el mismo bar. Empezamos a hablar y, de repente, me propuso subir a su apartamento, el niño, hoy, está con sus abuelos. Está bien, le dije, subiré y seguiremos hablando. ¿Acaso hay algo mejor que eso?, preguntó. Y soltó una sonora carcajada, echando aquel pelo tan bonito que tenía hacia atrás.
Stella, por Stella Stevens. La conocí una noche, hace mucho tiempo ya, era su día de descanso y estábamos en el mismo bar. Empezamos a hablar y, de repente, me propuso subir a su apartamento, el niño, hoy, está con sus abuelos. Está bien, le dije, subiré y seguiremos hablando. ¿Acaso hay algo mejor que eso?, preguntó. Y soltó una sonora carcajada, echando aquel pelo tan bonito que tenía hacia atrás.
Un relato muy triste. Hay, me temo, demasiadas Stellas o Estelas (me gusta más en castellano), pero lo peor no es éso, sino que haya muchos niños durmiendo en el sofá de la sala y que se pregunten quienes son esos desconocidos que entran en la habitación con mama, ¿no crees?.
ResponderEliminarBesos