El librero está ahí, delante de la enorme mesa de trabajo, rodeado de libros de segunda mano, los que vende en su pequeña y acogedora librería del centro. Una librería interesante, ordenada, bien repleta de magníficos volúmenes, donde siempre suenan excelentes músicas: jazz, soul, blues, pop, rock... Los sonidos de Nueva Orleans o de Memphis, a veces, allí, en la librería, como antes estuvieron en algunos de los mejores bares de la ciudad, ahora ya casi desaparecidos por completo. Un librero con conocimiento de lo que se trae entre manos. En los últimos días del invierno, en esos días en los que él, el invierno, quería dejar claro su poder y no batirse en retirada aún, se murió su madre, la madre del librero, cuando parecían que los estragos de un infarto reciente ya se iban alejando. La muerte muchas veces es así, zas, te pilla de sorpresa, a traición, cuando ya se la empezaba a arrinconar, aunque sólo fuera por el momento, en el olvido. La librería, aquellos días, estuvo cerrada. Cerrado por defunción, decía en un cartel escrito rápidamente, con tinta temblorosa y azul, y colocado en el cristal de la entrada. El librero trabaja solo. Los que trabajamos entre libros sabemos bien de las dificultades del negocio, sobrevivir vendiendo libros en estos tiempos de crisis y piraterías varias. Cuando volví por allí, él mismo me contó esa historia, la de su madre. Aún estaba aturdido, en otro mundo, como si la cosa no fuese con él. Y abatido, claro, muy abatido por la muerte y por lo inesperado de la propia muerte. La madre, ¿quién no se queda abatido tras la muerte de una madre? Hay quien dice, tras pasar por ello, que nunca vuelves a ser el mismo. Que la percepción de las cosas, de todas las cosas, tampoco vuelve a ser la misma. Los que aún tenemos a nuestra madre cerca, preferimos no pensar mucho en ese momento. Sabemos que algún día, más tarde o más temprano, llegará, pero preferimos ahuyentar el tema, alejarnos lo máximo posible de él, como si, por alguna razón mágica y milagrosa, nunca tuviese que suceder. Ahora, pasados aquellos días iniciales, el aturdimiento posterior, el librero sigue ahí, frente a su puesto de trabajo, qué remedio. Ya desapareció del cristal el letrero escrito con mano temblorosa, la tinta azul y apresurada. La vida sigue. Uno de estos días en los que he vuelto a pasar por allí, descubrí que, entre todos los libros que inundan su enorme mesa de madera, esos libros que aún tiene sobre ella para ponerles el precio o seleccionarlos para ir colocándolos en una u otra estantería, una fotografía, tamaño carné, de una señora mayor. No me atreví a preguntarle, pero deduje que se trataba de ella, de su madre. Quizá una de las últimas fotografías que le habían hecho. Quizá, sí, la última. Resultaba conmovedor. Muy tierno y conmovedor. La imagen de aquella señora, la madre con toda probabilidad, en la pequeña foto. La del hijo, escuchando una música melancólica, tratando de ahuyentar el dolor, recordando alguna comida reciente con ella, alguna de las últimas visitas al hospital o a casa, acaso alguna anécdota vivida a su lado tiempo atrás, cuando nada hacía presagiar la llegada de la enfermedad o de la muerte. ¿Quién no puede reconocerse ahí, aunque sólo sea por unos momentos?
Es cierto.Los que aún tenemos madre huimos del tema como si lo inexorable pudiera ser evitado con sólo no pensar en ello.¿Y qué decir en un trance así?Recuerdo haber sido bastante torpe al expresar mis condolencias a un amigo de toda la vida.Sólo de recordarlo enrrojezco de la vergúenza hasta la raíz de los cabellos..."Bueno, ya estaba muy mayor¿no?".Unos meses después le pedí una disculpa.Él ni se acordaba.Yo sí,váya que sí...
ResponderEliminarHace tiempo, la madre de mi mejor amiga enfermó de cáncer. Le dieron poco tiempo de vida, apenas 6 meses, pero, contra todo pronóstico, hoy sigue luchando, cinco años después de aquello.
ResponderEliminarYo tenía 16 años y el mundo se me vino encima. Sólo pensar que algo parecido pudiera pasarle a mi madre me dejaba sin aliento. Recuerdo aquella noche, con la fatídica noticia en el pensamiento, que pasé sentada en la habitación de mi madre, en el suelo junto a su cama. Escuchaba cómo respiraba, cómo seguía viva, y me sentía una miserable por tener más suerte que mi amiga.
Llorando, la desperté, le di un beso, le dije que la quería y me volví a la cama. Ella nunca supo qué me pasó aquel día.
La mujer era nuestra tía, el librero es nuestro primo. Digo nuestra tía porque era hermana de mi padre, pero para nosotros era realmente como una madre. Así lo sentimos mis hermanos y yo. Una madre para todo lo que la necesitaras: una ayuda, un consuelo, un consejo, un cariño, una visita, un beso, un apoyo, un te quiero, un aplauso, una caricia, una sonrisa, un favor, una invitacion, un abrazo,... Sin reproches, sin engaños. A pesar de sufrir en la vida, siempre generosa, siempre amable, siempre ofreciendote su mejor cara, con conocidos y desconocidos, sin distinciones. Luchó como nadie por mantenerse aquí, pero la enfermedad no le dejó tregua. Deja en todos nosotros un enorme vacío, pero también una gran enseñanza, un grandísimo amor y un poderoso recuerdo. Y sabemos que allá donde esté seguirá con nosotros, con los suyos.
ResponderEliminarNunca te olvidaremos. Gracias por todo lo que nos diste y por todo lo que aún nos das y nos darás siempre.