martes, 5 de abril de 2011

Una helada sonrisa

La otra tarde, con cierta resaca, estábamos en McDonald´s. No era una hora muy concurrida. De hecho, apenas había gente, tres o cuatro personas dispersas por el amplio local, pero resultaba evidente que un rato antes la cosa no había sido así. En las mesas de al lado, aún quedaban restos de comida, vasos de plástico gigantes goteando refrescos de diferentes colores, muchas servilletas usadas y embarulladas, envases de patatas y hamburguesas aplastadas, sobres de ketchup y de mayonesa sin abrir desperdigados entre las bandejas y los manteles de papel, aros de cebolla espachurrados, pringosos vasitos de helado y de yogures de fresa, descuentos para no sé qué atracción infantil, la piel de un plátano muy maduro. Íñigo esperaba por nuestro pedido. Mientras tanto, sentado a la mesa, anotaba algo en mi cuaderno recién estrenado. De repente, noté la presencia de alguien a mi lado. Levanté la vista y me encontré con una cara conocida. Era la de un hombre de edad indefinida, que llevaba un gorro enorme en la cabeza, desproporcionado para su estatura, una capa negra sobre sus hombros y la cara pintada como la de un payaso un tanto siniestro y esperpéntico. Le conocemos porque, siempre así vestido, pide dinero por todos los rincones de la ciudad. Recorre bares y terrazas, de un lado a otro, con su cuenco para las monedas y su triste disfraz. No nos cae demasiado bien, todo hay que decirlo. A veces, a ese triste disfraz, añade una especie de silbato o trompetilla y, cuando alguien está despistado, hace sonar el artilugio de un modo ciertamente grosero y maleducado. Mucha gente se asusta y provoca sobre ella una comprensible sensación de indignación y de rechazo. La otra tarde, delante de mí, no utilizó su ya famoso y molesto truco. Sólo tendió delante de mi cuaderno el pequeño cuenco y farfulló algo sobre sus hijos. Nunca antes le había oído hablar. Su acento parecía extranjero; su manera de hablar, un tanto atropellada. Negué con la cabeza y siguió caminando hacia la parte de arriba del local donde se encontraba el resto de la escasa clientela. Observé que nadie le daba nada. Al bajar las escaleras, se detuvo en cada una de las mesas que, repletas de restos de comida, había delante de la nuestra. Metió el cuenco para las monedas en un bolso de su desgastado pantalón negro y se puso a revolver en aquellos restos de comida. Lo hacía de una manera delicada, como si no quisiera otorgar más desorden a aquel desorden. De pronto, el hallazgo. Allí, en aquella mesa revuelta, descubrió un cartón casi mediado de patatas fritas. Lo dobló por la parte de arriba, como tratando de conservar un calor ya inexistente, cogió varios sobres de ketchup y, mirando a un lado y a otro, salió deprisa del local. Al pasar por mi lado, su cara, bajo aquella espesa capa de maquillaje blanco, había cambiado por completo. Sí, agarrando con fuerza aquel insignificante tesoro, parecía sonreír. Una sonrisa tan helada como aquellas miserables patatas fritas. Como el escalofrío que recorrió mi espalda.

6 comentarios:

  1. Hay que reconocer que eres un gran observador y un mejor narrador.A mi, en lo particular,me resultan insoportables los payasos y similares(nunca me arrancaron una sonrisa(y menos una moneda).Me gustó tu relato.

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  2. Me gusta la manera que tienes de observar, porque tengo algo de cotilla empedernida y no puedo evitar ir relatándome historias y descripciones a la vez que observo a esa gente inocente a la que atraco con mis ensoñaciones. Me alivia ver que no soy la única atracadora de momentos cotidianos.

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  3. ....hasta unos restos de comida pueden expresar la soledad y el olvido de nuestra vida...nos queda la sonrisa de un ser invisible con....sordina

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  4. De nuevo, ¡qué miedo!

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