viernes, 8 de abril de 2011

El pecho de Blanca

Me encontré con ella en uno de mis paseos matutinos por la ciudad. Blanca. Mi profesora de informática de entonces. Qué cruel, el tiempo, se volvió contra ella. Era, en aquellas clases particulares de los sábados por la mañana, una mujer alta, muy bella y atractiva, que desprendía sensualidad por todos los poros de su piel. En cada movimiento suyo, un importante chispazo de sensualidad. Llegaba, pasadas las once de la mañana, a aquella céntrica academia con su pelo rubio, largo y rizado, húmedo aún por la rápida ducha. Sin maquillaje, con la piel tersa y las huellas de la noche -noche feliz, imaginaba yo entonces, sin dormir, bailando con algún tipo de manos grandes- en los ojos, hermosos ojos de color nuez. Blanca, a mis quince años, era el sueño de cualquier adolescente heterosexual. Blanca, a mis quince años, era la mujer que, con otras identidades, protagonizaría muchos de mis futuros relatos. Su clase, su elegancia. Aquel aspecto de mujer libre, sin ataduras. Aquellas ganas de comerse el mundo de un bocado. Los vestidos blancos, sueltos, ligeros, de corte ibicenco, que movía el aire cálido de las mañanas de primavera que entraba por el enorme ventanal de aquel edificio antiguo de techos altísimos. Vestidos hippies, vaporosos, que dejaban entrever sus largas y perfectas piernas, la forma de su culo, la textura de su ropa interior, también blanca, el ombligo, los pechos. Pechos a su aire, sin sujetador: ni grandes ni pequeños, bien redondeados, bien altos aún. Uno de aquellos sábados primaverales, inclinándose sobre mí para explicarme la función de no sé qué tecla, pude ver perfectamente aquel pecho. La visión de aquel pecho desnudo, tan cerca de mis ojos: supe de inmediato que algún día escribiría sobre él. Ni grande ni pequeño, redondo, bien alto aún, casi perfecto. El pecho de Blanca. Poco después, en el pecho desnudo de Victoria Abril creí volver a ver aquel pecho, el pecho de Blanca, que alguna vez estuvo, a qué negarlo, en lo más alto de mis fantasías nocturnas.
Ayer la vi, sí, era ella, Blanca, en uno de mis paseos matutinos. No me reconoció. El tiempo, qué estragos. Yo sí la reconocí de inmediato. Era la misma y no lo era. Aquella cara fresca, lozana, juvenil, era ahora la cara de una mujer casi desfigurada por el paso de los años, casi veinticinco años más tarde, prematuramente avejentada, hinchada, deformada. El tiempo y su crueldad. Un poco, sí, como la de Kathleen Turner de estos últimos años. El mismo cambio: la actriz americana antes y después. En los gloriosos 80 y ahora. Blanca pasó por mi lado, con un paso lento y cansado, como un fantasma, como una figura del pasado, de aquella lejana adolescencia. Era y no era ella. Blanca, en mi recuerdo, a mis quince años. Mi memoria recuperó aquella imagen, la que quiero conservar de aquella profesora de informática. Aquel pecho, aquella mañana. Blanca, tantos años después. Algún día escribiría sobre ella. Sí, lo sabía.

4 comentarios:

  1. No sé.Idealizar la juventud...Inexorable para todos resulta ser el paso del tiempo.Un poco cruel tu relato(bien es cierto que parte del recuerdo de un pecho("el" pecho) que perdura sobre los venideros...

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  2. paseando sobre mis huellas8 de abril de 2011, 18:24

    ...si nos vuelca la realidad (el paso de la vida) lo que fue y no sera....pensemos que la vida tambien vuelca nuestra realidad, nos vuelca nuestro exterior y lo que es más penoso...tambien nuestro interior, que una vez fue tan bello como pecho deseado...

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  3. Hola Ovidio. Disculpa que te moleste con una tontería...He estado ojeando algunos relatos tuyos de ¡¡2009!aquí en tu blog que me gustaron¿te importa si en ellos hago algún comentario?Gracias por tu atención.Un saludo desde México.

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  4. No, en absoluto. Me encanta saber vuestra opinión. Un abrazo.

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