Éramos muy jóvenes y teníamos ganas de hacer cosas diferentes y creativas. Ser escritores, locutores de radio, directores de cine, actores, guionistas... O todo eso a la vez, ya puestos, con esa maravillosa inocencia a cuestas de los jóvenes que están seguros de que se van a comer el mundo de inmediato con su talento y sus ganas infinitas. Acabábamos de dejar atrás el colegio. En los últimos meses, habíamos ganado un concurso literario con la historia de una mujer alcohólica, "Elisa siempre llega tarde" (¿dónde andará ese relato?), donde el jurado había dictaminado que se trataba de un texto muy maduro para nuestra edad (se trataba de un concurso para estudiantes de C.O.U.). Ahora estábamos en verano y habíamos decidido escribir un guión de cine. ¿Cómo lo hacíamos? Lo mejor era llamar a alguien a quien admirásemos y decirle que nos dejase uno, así podríamos ver la estructura, los espacios en blanco y todo lo demás. Se barajaron varios nombres, que ya no recuerdo. De repente, al ser asturiano, surgió el suyo, Nacho Martínez. Hacía poco que habíamos visto la serie "El olivar de Atocha" y teníamos, evidentemente, muy cercano el recuerdo de "Matador", aquella película que Almodóvar, pensando en Ava Gardner, escribió para Charo López y que ella no quiso hacer, y donde él, como acostumbraba, estaba magnífico. Busqué su nombre en la guía de teléfonos y le llamé a su casa de Madrid. Contestó él mismo. Aquella poderosa voz que escuchábamos en sus trabajos, lo era aún más en directo. Le conté nuestra propuesta. Me dijo que lo llamase de nuevo a la semana siguiente a otro número, el de la casa de Oviedo, donde iba a pasar unos días con la familia, y que sí, que nos traía el guión y que ya nos veríamos. Así lo hice: a los ocho días justos volví a llamarle y quedamos con él. Nos encontraríamos en el bar Sevilla, a las cinco de la tarde. Allí estaba él, Nacho Martínez, puntual, educadísimo, con el guión bajo el brazo, muy caballero. Le hablamos de nuestro proyecto, de nuestas aficiones, de nuestras inquietudes, de nuestras ganas de viajar, de ir a Madrid, de hacer miles de cosas. Él nos contó algunas historias sobre cine, sobre Madrid, y nos dijo que había venido a descansar, que lo necesitaba tras duros meses de trabajo. Nos entregó el guión de una película que, por problemas de financiación, no había llegado a realizarse. Le dimos las gracias repetidas veces y quedamos en volver a vernos. No lo hicimos, claro. Pero nunca olvidaremos ese gesto, el de quedar con dos principiantes para entregarles el guión que le habían pedido: ese gesto que define tan positivamente a la persona que lo hizo. Y nunca olvidaremos su imagen, tan delgada, tan alta, con sus sandalias de tiras marrones, sus ropas blancas y su cigarrillo siempre entre los dedos, alejándose por la calle Cimadevilla, tras despedirse de nosotros, pensando -seguramente- en todos los palos que les esperaban a aquel par de ingenuos que había dejado atrás, respirando el calor húmedo de la tarde de verano, descansando por estas tierras, las suyas. Nacho Martínez, aquel caballero que, hoy, dando nombre a un prestigioso premio, está en las manos de esa mujer que se arrepintió de no haber querido ser Ava Gardner. ¿Nuestro guión? Lo mejor de él está en este recuerdo, sin duda.
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