La sensación que uno tiene cuando llega a San Francisco por primera vez y recorre esa parte de la ciudad que va del aeropuerto a alguno de los hoteles del centro es la de haber estado previamente allí. A Nueva York, esa otra ciudad americana con aires europeos, le sucede lo mismo. La influencia del cine, la literatura y las series de televisión es, en este sentido, tan amplia como decisiva, tan importante como inevitable. En realidad, cuando uno es mitómano de verdad y llega a alguna de estas grandes ciudades, una de las primeras cosas que hace es, precisamente, esa: recordarlo, casi de golpe, todo. Aquí se rodó tal o cual película, por ahí caminaba no sé qué actriz, allí moría de forma magistral uno de los alumnos más aventajados de Marlon Brando, un poco más allá tomaba un dry-martini aquel escritor mientas escribía su obra maestra, su cuento o su poema definitivo. Uno de los muchos atractivos de San Francisco es, sin duda alguna, ese. La ciudad está llena de lugares donde se rodaron muchas películas y míticas series de televisión. Esas series que a finales de los 70 y principios de los 80 revolucionaron el medio. Y también de muchos rincones literarios, muy literarios. El café Vesuvio (así, curiosamente, escrito, con v las dos, desafiando con rebeldía a las normas ortográficas), por ejemplo, donde Jack Kerouac y demás componentes de la generación beat, aquella generación de bohemios y grandes vividores, de rebeldes y hedonistas, acudían a menudo. Es un café viejo, pequeño, un poco destartalado, con decoración hippie y las paredes llenas de fotografías antiguas de muchos de aquellos músicos y escritores que lo frecuentaban y de otros que, desde añejas publicaciones colgadas en las paredes, te observan silenciosos y cómplices, como testigos mudos de aquél y de todos los tiempos. Tiene un olor muy peculiar: a vainilla, a humedad, a toda clase de tabacos (aunque, como en el resto de las ciudades americanas a excepción de Las Vegas, ya no se pueda fumar en su interior) y a esas partículas de polvo que están tan incrustadas por todo el local que sólo podrían desaparecer definitivamente con una limpieza a fondo o una reforma absoluta. Esa reforma que, por otro lado, destruiría por completo el encanto del lugar. Hay un rincón, enfrente de la barra, debajo de una fotografía en blanco y negro de Virginia Woolf que ilustra un número viejísimo de la revista Time, ciertamente especial. Desde allí, bajo la tenue luz, se puede contemplar el bar desde varias perspectivas, quién entra y quién sale, y ver cómo algunos escritores o aficionados a la literatura, poseídos por el espíritu de los viejos fantasmas y las abundantes copas, rememoran a sus clásicos. Algo parecido sucede en la librería, The City Lights Books, que está justo al lado. Acogedora, con miles de libros y todos muy apretados en sus estanterías, la librería -muy bien seleccionada- conserva ese halo de misterio que siempre acompaña a los sitios legendarios. Si cierras los ojos, no es difícil imaginar a cualquiera de aquellos beatniks sentado en el suelo o en aquellas escaleras de madera que unen los tres pisos, hojeando libros, manoseándolos, inspirándose, dejando pasar la tarde. En el último piso, el dedicado a la poesía, la luz entra a raudales por un gran ventanal y se detiene sobre los libros abiertos que reposan sobre las mesas, sobre las numerosas fotografías de poetas que decoran la sala, mientras, con sumo cuidado, intentas que la madera bajo tus pies no cruja demasiado para no estropear la sosegada magia del instante. San Francisco es una ciudad llena de fantasmas. Por sus calles, a cualquier hora del día o de la noche, aquí y allá, puedes encontrarte con mendigos pidiendo limosna o recogiendo latas de refrescos en el carrito donde guardan sus pertenencias; locos que hablan solos, que gritan, que discuten consigo mismos; enfermos de mil enfermedades; veteranos de guerra, inconfundibles con los tatuajes y las cicatrices recorriendo sus rudos y ajados rostros, que quedaron trastornados o mutilados; hippies, con lo que queda de sus largas melenas y esas ropas que -de tan pasadas de rosca como están- se han vuelto a poner de moda, cuyos cerebros no sobrevivieron a las sustancias que decidieron probar, a los viajes mentales, a tanta psicodelia; predicadores que, de tanto empeñarse en recitarlo, se creyeron su propio discurso; pobres diablos; simpáticos pícaros. Pero, todos ellos, son pacíficos. A lo sumo, con cierta delicadeza, se acercarán a ti para pedirte un cigarrillo, un dólar, un billete de tranvía, una pieza de fruta. O para contarte cualquier episodio -real o inventado- de sus excesivas vidas. También están los otros fantasmas, los que forman ya parte de la propia historia de la ciudad. El mencionado Kerouac y su grupo, Janis Joplin, Harvey Milk, que, en el barrio gay, el barrio de Castro, es una figura realmente venerada por propios y extraños, quizá aún más ahora tras la reciente película de Gus Van Sant protagonizada por Sean Penn. Su espíritu y sus reivindicaciones, aún tan vigentes y necesarias, están muy presentes en ese barrio y en toda la ciudad. Varias banderas enormes con los alegres colores que dan seña al movimiento homosexual ondean en la calle -según la denominan- más gay de todo el mundo. En la esquina principal, está el emblemático café Twin Peaks. Y en su interior, aún permanecen acodados algunos de los que iniciaron décadas atrás las manifestaciones por la igualdad. Esa zona, que se debate entre la divina decadencia y la modernidad, está llena de locales acogedores donde escuchar música relajante (jazz, chill-out) y tomarte un delicioso (y carísimo) vino californiano, un cabernet de primera clase. En uno de ellos, si lo deseas, entre vino y vino, y por un dólar el minuto, te adivinan el futuro. No es mal negocio, pensamos. Pero San Francisco es también muchas otras cosas: sus calles empinadas, sus tranvías, sus puentes, sus encantadoras y coloristas casas victorianas. Su bahía y sus alrdedores. Las vistas, desde allí, desde cualquier punto de la bahía, son magníficas, impresionantes. Sólo por eso merecería la pena visitar la ciudad. Situado enfrente, está el islote donde se erige Alcatraz, la emblemática cárcel por la que pasaron algunos de los delincuentes más famosos de la historia, con Al Capone a la cabeza, y, en la otra punta, Sausalito, un tranquilo y acogedor apéndice de la ciudad donde el leve rumor del mar es lo único que altera el silencio. Antes de coger el ferry, en el puerto de San Francisco, descubrimos un hermoso mercadillo de frutas, verduras, quesos, pescados, dulces y licores suaves. Todo tiene un color muy vistoso, una pinta estupenda. Las fresas son enormes, de un rojo muy intenso, y, cuando unas de las sonrientes chicas nos ofrece una, descubrimos que tienen un sabor realmente sabroso. Es sábado y la gente camina por allí con total relajación, deteniéndose sin prisa en cada puesto, probando de aquí y de allí, hablando con los vendedores, consultando precios, disfrutando de las horas de ocio. En San Francisco, tenemos continuamente esa sensación: la de que la gente disfruta con plenitud de cada momento. Sin las prisas, el estrés y los vibrantes aceleramientos de Nueva York, sin ir más lejos. El tiempo parece que se ha detenido en el barrio hippie, en esa larga calle -Haight Street- repleta de tiendas de segunda mano donde Janis Joplin compraba anillos, pulseras, sombreros, chalecos, sandalias... Y donde, ahora, si lo deseas, también puedes hacerte con todo tipo de cachivaches. Desde una lámpara hasta una muñeca antigua o uno de esos discos que pensabas que hacía años que estaba descatalogado. Todo es realmente auténtico. Añejo, sí, pero auténtico. Sin ese tono de impostura que últimamente recubre todo aquello que posee reminiscencias hippies. En esa misma calle, se encuentra el café Red Victorian, donde desayunaban aquellos beatniks de entonces después de sus largas noches de farra. Es un café un tanto destartalado, pero con cierto encanto. Desde su enorme ventanal, se puede ver buena parte de la calle, la única librería que hay por allí, las tiendas de ropa usada, los hippies que duermen junto a los escaparates o que tocan canciones famosas por un puñado de céntimos. La respuesta, me temo, sigue estando en el viento. Pero regreso a la zona de Castro, a uno de esos encantadores restaurantes situados en la parte de arriba de algunas de las casas victorianas que conforman el barrio. Se llama Poesía y, durante las cenas, de fondo, proyectan continuamente películas clásicas, normalmente europeas. Buñuel, Fellini, Pasolini... Ese día, entre plato y plato, la Catherine Deneuve de "Tristana" y el Donald Sutherland de "Casanova". La penumbra del local, los camareros que -al descubrir que somos españoles- nos felicitan por la ley de los matrimonios gays, el suave murmullo del resto de los comensales, la noche que va cayendo sobre la ciudad. San Francisco, 2010. Una ciudad tranquila. Un viaje importante.
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