Vemos una de las primeras películas que se hicieron en los EEUU sobre el sida, "An early frost", que compramos la otra tarde en Berkana. Es una cinta hecha para la televisión con la dignidad de algunas de las películas hechas para ese medio y el aliciente de ver a la siempre maravillosa Gena Rowlands, a Ben Gazzara y a Sylvia Sidney en los papeles protagonistas. Son los padres y la abuela materna de Aidan Quinn, el joven, con todo un prometedor futuro por delante, al que le diagnostican el sida. En ella, con valentía y sin tapujos, se trata el tema de la homosexualidad y el del sida. No hay que olvidar que es una película de los primeros años ochenta, cuando ambos seguían siendo temas tabús. Más aún el del sida, me atrevería a decir. El joven, al serle diagnosticada la enfermedad, se tiene que enfrentar a sus padres para decirles las dos cosas: que es homosexual y que tiene sida. La reacción de los padres es bien diferente. La madre, comprensiva como la mayoría de las madres, enseguida se pone de su parte. La abuela materna, también. El padre, en principio, lo repudia. La primera reacción al oír su confesión es la de pegarle un puñetazo. Después, poco a poco, al ver la salvaje marginación que sufren los primeros afectados por esa enfermedad, se va mostrando más abierto, más tolerante, sin ponerse a la altura de la comprensión de las dos mujeres, su esposa y su suegra. La hermana, embarazada, también se muestra -al principio- reticente y huidiza, con temor a que ese hijo que está esperando pueda ser infectado sólo por estar en la misma habitación que él.
Hay una escena terrible. El joven, una noche, en casa de sus padres, sufre una importante recaída y llaman de inmediato al hospital. Vienen a recogerlo en ambulancia. Cuando los operarios que conducen la ambulancia descubren la enfermedad que sufre, se niegan en rotundo a llevarle y se marchan. Ahí es cuando el padre se despoja de todo prejuicio y lo lleva él mismo en su coche. Imagino, al ver esta escena, el infinito sufrimiento que provoca el rechazo, que todas esas personas, las primeras a las que les diagnosticaron la enfermedad, marginadas, desamparadas, solas... Imagino su final. Esa manera de morir rechazado por todo el mundo, incluso por sus propias familias. Y no puedo imaginar un final peor.
Leo, casi al mismo tiempo, un espléndido y reciente artículo que Antonio Muñoz Molina escribió en su blog sobre un amigo que se instaló en Nueva York, a finales de los setenta, huyendo de una familia ultrarreligiosa que lo había repudiado al enterarse de su homosexualidad. Y pienso, sí, en toda esa gente que tenía sueños, esperanzas, ilusiones, ganas de comerse el mundo. Y cómo -de una manera u otra- se fueron quedando en el camino. Pienso en toda esa gente que, al margen de las propias dificultades de la vida, tuvimos que añadir la de tener una sexualidad diferente a la de la mayoría. Y también pienso en muchas de esas madres, amigas, tías o abuelas de homosexuales que, ahora, tras la publicación de mi libro, se acercan para alabar -al margen de la literatura- mi valentía. Así lo dicen, textualmente, conscientes de lo que su pariente homosexual pudo haber sufrido también. (Me están contando muchas historias a este respecto: historias terribles de rechazo, de violencia por parte de los padres, de cierta rebeldía que inicialmente tenían sus protagonistas y que, con el cansancio acumulado, se fue apagando). Valentía, sí. Aún hoy expresar tu vida, como homosexual, en términos idénticos a los que lo haría un heterosexual es considerado una valentía. Supongo que el día en que no sea así, habremos logrado la mayoría de las expectativas. La película de la otra noche, pese a los veinticinco años transcurridos, me temo que tampoco se ha quedado demasiado anticuada.
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