jueves, 18 de noviembre de 2010

La visita del Papa

Pasé casi quince años estudiando en un colegio de curas. Los años más importantes en la formación de cualquier niño y adolescente. Muchos años de represión, miedo, angustia, torturas psicológicas y físicas por parte de algunos de los otros niños y adolescentes que no toleraban encontrarse con un compañero diferente y -siempre, siempre- bajo la complicidad silenciosa y perversa de los curas y los profesores, alguno de los cuales, llegado el caso, se sumaban a las crueles bromas de los menores sin ningún tipo de reparo, de humanidad, ni de vergüenza. Mi colegio era una especie de cuartel, de cárcel (cuando, el pasado mayo, después de casarme, estuve en Alcatraz, la mítica prisión de San Francisco, la primera sensación que percibí fue ésa, la del siniestro parecido que tenía con aquel espantoso colegio, y no es broma o exageración lo que estoy diciendo) donde, evidentemente, triunfaba el más fuerte, el gallito, el típico chulo de barrio, el matón de la clase. El que tenía cierta pluma, el gordito, el que no sabía saltar el potro en las clases de gimnasia, el que utilizaba unas gafas más gruesas de lo habitual o el que tenía la cara llena de granos o una leve cojera: todos éramos carne de cañón, todos estábamos expuestos al ensañamiento más brutal y despiadado. Los que apuntábamos maneras gays, no obstante, nos llevábamos la peor parte. Lo más odiado, lo más repudiado era eso. Marica, mariquita, maricón... Y, a veces, esas palabras venían acompañadas de un puñetazo, un golpe en la cabeza o una buena pedrada en la frente, que de todo eso tengo recuerdo y cicatrices. Y en casa, pese a las magníficas relaciones que teníamos con nuestros padres, no nos atrevíamos a decir nada porque, cuando uno es un niño y está formándose, siempre piensa que es él el que está haciendo algo malo. Callábamos, aguántabamos, rezábamos, como nos habían enseñado nuestros padres, y le pedíamos a aquel Niño Jesús que estaba en la mesita de noche para que todo aquello terminase lo antes posible. Pasaron los años y, con ellos, los abundantes traumas sufridos se fueron superando poco a poco, no sin dificultad. Desde luego, no fue una tarea sencilla borrar todo aquel sufrimiento. Hay gente que no supo dejar esas huellas atrás, que aún está pagando las consecuencias de semejantes abusos y atropellos.
Pienso en todo esto tras la reciente visita del Papa a nuestro país (aconfesional, no lo olvidemos) y la polémica que esa visita provocó. Las cosas han evolucionado, sí, pero en algunos sectores, los relacionados con la jerarquía eclesiástica, las cosas siguen más o menos igual, por mucha denuncia que ahora quieran hacer de los casos más vergonzantes que la rodean. Respetando, como respeto, todo tipo de creencia religiosa y a muchas de las personas sensatas (que las hay, según hemos podido ver también estos días) que la practican, cada cual es muy libre de aferrarse a lo que quiera para sobrevivir, como es lógico, no debería consentirse que este Papa, representante máximo de la iglesia católica, arremeta nada más pisar suelo español contra las leyes democráticas establecidas en él como es el caso de la ley de matrimonios homosexuales. Es, de antemano, una absoluta falta de educación y de respeto al propio país que está visitando, haya escrito él su discurso o se lo haya escrito alguno de sus secuaces. Erre que erre siempre con la misma perorata, con la misma letanía, ¡qué pesadez!, ¡qué hartazgo!, con la cantidad de problemas que hay que resolver aquí y en el resto del mundo. Porque lo otro, que dos personas del mismo sexo decidan casarse, ya no admite, hoy por hoy, discusión alguna. Y el señor Rajoy, si gana las elecciones y tiene un poco de decencia, debería pensar lo mismo porque él, a diferencia del Papa (que no es nadie para los que no creemos en esa arcaica jerarquía), sí será el presidente de todos los españoles. De los miles de homosexuales que nos hemos casado, amparados por esta magnífica, necesaria y muy justa ley, le hayamos votado o no a él, también. Y eso un presidente democrático no debería de olvidarlo, ni de mirar cobardemente hacia otro lado, como si tal cosa, como hacían aquellos curas y profesores de mi colegio, casi treinta años atrás.

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