Estamos viviendo tiempos realmente duros. Escucho por la radio, en ese delicioso rato que puedo permitirme de descanso al mediodía, que dos millones de niños viven en hogares en riesgo de pobreza. La otra tarde, en la librería, una mujer me decía que parece que la mayoría de la gente -en la calle, en las colas de los supermercados, en las de los autobuses- está esperando la mínima oportunidad para saltar y desahogarse con el primero que tiene enfrente. La verdad es que no sé qué va a pasar aquí. Caminas por la calle, por las calles de esta ciudad, Oviedo, que tanta fama tuvo en su momento de grandes tiendas y de personas con importante poder adquisitivo, y te encuentas con la mayoría de los locales, incluso los del centro, cerrados o en vías de hacerlo. Y, si por casualidad, te animas, dejando volar la ilusión, a llamar a uno de los números de teléfono que empapelan con grandes cartelones los escaparates de esos locales cerrados desde hace más de un año y medio o dos para preguntar por el precio del alquiler y mejorar así la ubicación del negocio en el que trabajas, te quedas de piedra, la gente no se corta pidiendo auténticas exageraciones de dinero, ya no hay, si es que alguna vez lo hubo, término medio, prudencia, cierta solidaridad. Casi dos mil euros al mes por un local de ochenta metros cuadrados, sin ir más lejos, después de dejarte bien claro que deberás abonar por adelantado tres mensualidades y que ellos, los dueños del local, no se harán cargo de ninguna de las (abundantes) reparaciones que hay que hacer en el susodicho local. Y no pienses ni por un momento en una pequeña rebaja, porque entonces, la dueña (en este caso concreto) te dirá, casi con los malos modos de un gran enfado, que ese local costaba por lo menos dos o tres veces más, que bastante lo había rebajado ya, dados los tiempos. Y en ese plan -tremendo, sí- que intentas cortar buenamente porque sabes que, de un momento a otro, sin ningún tipo de reparo, se abalanzarán sobre manidos temas políticos escuchados en las televisiones más peligrosas y radicales. La gente no compra, no se anima a consumir, sale cada vez menos. Supongo que todos tenemos miedo a quedar, de un día para otro, sin trabajo, en la mismísima calle. Y así nos vamos cerrando y encerrando en nuestras casas. ¿Hasta cuándo?
Lo cierto es que, por otro lado, la gente tiene ganas de salir, de hacer cosas, de que le ofrezcan apuestas diferentes. Es lógico. Acabo de comprobarlo en la reciente presentación de mi libro. Al margen del interés que el propio libro pueda tener y generar por sí mismo o de la capacidad de convocatoria que yo pueda poseer, en esa presentación, la de El extraño viaje, se notaban esas ganas de ver algo diferente, con cierto glamour, calidad y espectáculo. Palabras, músicas e imágenes, sí, bien aderezadas. La literatura al alcance de todo tipo de público. Como sucedía aquí, en Oviedo, unos pocos años atrás. Cada jueves (o cualquier otro día de la semana, sin necesidad de que fuera en sábado o domingo) había un plan, algo interesante -a priori- que ver, a lo que asistir. Locales para tomarte un vino o para cenar repletos de gente de todas las edades. Ahora, lamentablemente, las cosas son diferentes. La falta de presupuesto arrasa con todo. Porque ya se sabe que las ideas, ay, van casi siempre unidas a ese (mayor o menor) presupuesto. Así están las cosas. Y la verdad es que, junto a la rabia y la impotencia, la situación produce pena, mucha pena. La frustrante sensación que se tiene después de haber perdido una importante batalla.
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