Me encantan los mercados. Y más aún, por estas fechas. La manera en la que están colocadas las frutas, las verduras, los diferentes tipos de panes, la carne, el pescado, los embutidos y los dulces. Ahora, en Navidad, los dulces son la estrella. Turrones, mazapanes, uvas pasas, higos, polvorones, almendrados y demás exquisiteces. Todo rodeado de los adornos típicos de estas fiestas: cintas de vistoso espumillón, grandes bolas de colores intensos, estrellas plateadas y muy luminosas en todo lo alto. Esos escenarios que te recuerdan las verdaderas Navidades, las de la infancia, cuando el mundo parecía mucho más sencillo y todo estaba en su sitio. Quedarte de vacaciones el día de la lotería, escuchar a esos niños cantar la suerte, las caras de felicidad de la gente, las botellas de sidra achampanada derramándose a la entrada de la administraciones, la cena de Nochebuena en casa de los abuelos, las lecturas en casa, las Nocheviejas viendo la televisión casi hasta el amanecer, la víspera de Reyes, con toda esa emoción, el propio día de Reyes, abriendo regalos y devorando con ansia las últimas horas antes de regresar al colegio. Con los años, todo cambia. Las ilusiones se van perdiendo y, aunque haya muchas cosas que celebrar y gente con quien compartirlas, nada es lo mismo. Hay un rastro inevitable de melancolía que está ahi, en esta mañana de mercados como en muchas otras mañanas navideñas. Quizá sea que nos estamos haciendo viejos, que no se han cumplido la mayor parte de nuestras expectativas o, simplemente, que hay días en que es mejor quedarse en la cama, al lado de la ventana, viendo llover o nevar, y dejar pasar tranquilamente la vida.
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