El niño tiene cinco años. Es inquieto, travieso, juguetón y guapo como sus padres. Le gusta curiosearlo todo, analizarlo todo, preguntarlo todo: como debe ser. Ahora, con más picardia en los ojos que en la voz, le ha dado por decir esas palabras que sabe que no debe decir. Culo, teta, polla y demás. En nuestra época, empezábamos con esa retahíla un poco más adelante, pero, como bien sabemos, los tiempos -afortunadamente- avanzan que es una barbaridad en todos los sentidos. La cuestión es que el otro día la monja del colegio en el que estudia llamó, muy alarmada, a sus padres. Tengo que hablar inmediatamente con ustedes acerca de su hijo pequeño. La madre, asustada, le preguntó que de qué se trataba. La monja, un tanto airada, dijo que no podía especificar aquel tema por teléfono. La madre pidió permiso en su trabajo y se fue al colegio para hablar con ella. ¿Qué tipo de películas ven usted y su marido en su casa?, le espeta la monja con cierta brusquedad. ¿A qué se refiere?, pregunta la madre, una chica joven, normal y corriente, de hoy en día. A que su hijo está todo el tiempo con estas palabras en la boca. ¡Cómo si para oír esas palabras fuese necesario estar viendo películas porno todo el día! Hay que ser antiguos y mezquinos. Y estar ociosos y fuera de lo que es el mundo real de hoy, una vez más. No defiendo, como es lógico, que un niño de cinco años vaya todo el día diciendo esas palabras por ahí. Pero, ¡por favor!, hay que darle menos importancia y tenerle menos miedo a las palabras y a sus significados. Además, cuanta menos importancia se le de, primero pasará el crío del asunto. De lo que se trata es de explicarles a los niños las cosas como son para no hacerlos tontos o confundirlos absurdamente. De un modo natural, como es la propia vida. Y no con ese oscurantismo y misterio gratuito que, curas y monjas, le ponen siempre a las cosas relacionadas con el sexo. Que, avanzando el siglo XXI, la palabra polla no asuste más que la palabra mano.
Salvo alguna excepción que confirmará la regla -no digo yo que no, aunque no conozca ninguna- es condición "sine qua non" para ser monja, el tener miedo, no ya a las palabras, sino, en general, a sentir, vivir, experimentar e incluso vislumbrar, el mundo que nos rodea (a muchas de ellas no les rodea el mismo que a nosotros). Esto es así porque si no, tal vez los cimientos en los que se afirma su bien llamada "mojigatería" se irían al carajo. Y, como tú comprenderás, a nadie le gusta darse cuenta de que ha tirado su vida a la puta basura.
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