El domingo por la mañana, por razones laborales, nos vamos al II Salón del Libro Asturiano que se celebra estos días en Grado. Luce un sol tímido y hace muchísimo frío. Me gustan, como ya he dicho en alguna ocasión, estas ferias de los pueblos. Durante los días que tienen lugar, suponen todo un acontecimiento para estos sitios pequeños y para sus habitantes. La gente celebra la llegada de los libros y se acerca a la carpa con la emoción propia de ese acontecimiento extraordinario que tiene lugar una vez al año. Me agrada hablar con las libreras -casi siempre son mujeres- de cada lugar. Además, al ser domingo, están colocados los puestos del mercado y todo parece más festivo. A un lado, quesos, morcillas, jamones, chorizos, verduras, frutas, hortalizas, bizcochos, mermeladas, miel y demás delicias culinarias; al otro, bolsos de imitación, gafas de sol, gorras, pañuelos, calcetines, calzoncillos, películas, cedés piratas y un sinfin de variados complementos. Después de la presentación del libro de la editorial Septem, paseamos entre los puestos, deteniéndonos aquí y allá, hojeando esto y lo otro. Donde no luce el raquítico sol, el frío es espantoso, pero no importa. Me acuerdo entonces de esos mismos paseos, hace más de veinte años, con mi tío Jose, cuando, por los veranos, venía de Bruselas, donde vivía, y me llevaba en su fabuloso coche de color naranja a tomar allí el aperitivo. Aquello me hacía realmente feliz: mi tío -mucho más cosmopolita que el resto de los hombres que había por aquí entonces- me dejaba tomar varias Coca-Colas, bolsas de patatas, aceitunas y hasta calamares, mientras me hablaba de lo maravillosa que era París, ciudad a la que iba muy a menudo. Algún día la conocerás y te encantará, señalaba. No hay nada comparable a París, repetía con cierta nostalgia mientras se tomaba su segundo vermú y se fumaba su décimo Winston americano. Ese recuerdo me emociona especialmente en esta mañana de domingo.
Después del paseo, nos vamos a comer con Marta Magadán, que de un modo tan brillante y efectivo preside el Gremio de Editores Asturianos (aparte de su editorial, Septem), y con Jesús, su marido. La charla es animada, ingeniosa y muy entretenida, y la sobremesa se prolonga hasta bien entrada la tarde, como deben ser las sobremesas después de una magnífica comida y una conversación cómplice. Alrededor de las seis, dejamos atrás Grado, que a esas horas debe estar a menos cero grados. Y en mi cabeza siguen fluyendo los recuerdos agradables -¡tantos recuerdos!- con la misma naturalidad con la que el humo de las chimeneas que vamos dejando atrás se pierde en el aire, en ese cielo que ya ha empezado a cambiar de color.
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