Qué cansino el rancio discurso de la familia por parte del sector más reaccionario de la Iglesia. Todos los años, por estas fechas, erre que erre con la misma y anticuada perorata. Y qué equivocados están. Qué necesidad tienen de descender de sus altares y bajar a la calle, al día a día, donde las cosas no son como ellos quieren que sean. La familia de sangre es un núcleo muy importante para la formación y el desarrollo de las personas, y un cálido y confortable refugio en la vida adulta, qué duda cabe, pero no conviene olvidar que hay gente (he conocido algunos casos verdaderamente escalofriantes a lo largo de mi vida) que no ha tenido suerte con ella. Y todo el mundo tiene el derecho -el mismo derecho, quede claro desde ya- a formar la familia que le dé la real gana. Un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres: todo es válido y respetable. O dos amigos, sean del sexo que sean, que decidan formar una familia, arroparse y apoyarse, reírse y llorar juntos: eso también es un núcleo familiar si ellos así lo deciden. ¿Quiénes son estos tipos para inmiscuirse en los derechos de los demás, erigiéndose, como siempre, en estandartes de la verdad absoluta? ¡Por favor, que estamos en pleno siglo XXI! Un respeto. Que el discurso de Jesucristo no excluía a nadie. Las personas nos necesitamos unas a otras. Y lo que cuenta es el cariño, el respeto, el amor, la comprensión, la complicidad y la buena fe de la gente de bien. Y dejar a cada cual que sea como es y no como algunos quieren que sea, basándose en los modelos que mejor les conviene. Las familias, las verdaderas familias, las buenas familias, creyentes o no (cada cual cree en lo que le parece más conveniente), aceptan a sus hijos como son: altos o bajos, rubios o morenos, feos o guapos, listos o tontos, albañiles o presidentes de gobierno, homosexuales o heterosexuales. Y lo demás son tonterías. Peligrosísimas tonterías, eso sí, con las que no se debería jugar. Y con las que no deberíamos consentir que, a estas alturas, nadie jugase.
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