La mujer tiene en torno a los setenta años. Lleva las uñas impecablemente pintadas de rosa suave y el pelo rubio, alto, siempre muy arreglado. Las ropas y los complementos fueron, en su momento, valiosos: ahora está todo bastante arrasado por el paso del tiempo. El pelo del abrigo de visón se fue cayendo y se pueden ver claramente muchas zonas en blanco, completamente desgastadas. Y los zapatos de piel, con un leve tacón grueso, están por completo dados de sí. Hace unos días, con su tranquilo perro de lanas negro, entró en la librería para pedirme un calendario muy grande, donde se pudieran ver bien las fechas. Le dije que no lo tenía, pero que intentaría localizarle alguno. Antes de que llegaran los calendarios, ella volvió. Me lo pidió de nuevo. Le dije que no los había recibido y que no sabía muy bien decirle cuándo llegarían, ya se sabe cómo son estas cosas de las distribuidoras. Me rogó encarecidamente que le consiguiese uno porque sin él no podía vivir. No tengo memoria, confesó, echándose a llorar con ese llanto terrible que siempre produce la impotencia más absoluta. Me conmovió extremadamente. Qué difícil debe ser vivir así: sin memoria. La mujer confesó sus múltiples problemas al respecto, pese a los ejercicios que hacía para ralentizar la devastación: desde saber el día que tenía que ir al médico o a la peluquería hasta qué día era el de Navidad o la víspera de Reyes. En fin, lo que, a los demás, nos parece de lo más normal, rutina a la que nuestro cuerpo y nuestra mente están acostumbrados, para ella se trataba del mayor esfuerzo. De repente, recordé que el Ayuntamiento de Gijón nos había regalado días atrás unos cuantos calendarios de diversas formas y tamaños y le regalé uno de los más grandes. 2010: Añu Internacional de la diversidá biolóxica: así decía sobre los meses del año. Un calendario muy vistoso y simpático, con algunos dibujitos y las fechas bien recalcadas. La mujer, aún con aquellas lágrimas en los ojos, no sabía cómo agradecerme el detalle. No se preocupe, cuídese, le dije. Y así se fue, con aquel calendario bajo el brazo y el paso lento de aquel pequeño perro negro a sus pies, dejando en la tarde del sábado un rastro de dignidad y de angustia difícil de superar. Y con esa pregunta: ¿qué será de ella, de esa mujer, en el próximo año? ¿Qué será de todos nosotros?
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