Pocas cosas me hacen más feliz que pasar el fin de semana en Gijón. A pesar de los pocos kilómetros que nos separan, nada más entrar en la ciudad, sientes que un aire diferente recorre sus calles. Todo parece menos encorsetado, más natural y cosmopolita. Además, para nuestro alivio, no te vas encontrando estatuas absurdamente desperdigadas por las aceras cada dos por tres, como sucede aquí. Esas pobres mujeres de piedra que, cual la Penélope de la canción, esperan a la entrada de un teatro, delante de una iglesia o en medio de un banco la llegada de no se sabe muy bien qué o a quién. En Gijón, toquemos madera, aún quedan cines en el centro de la ciudad. Y eso, para los que amamos el séptimo arte de verdad, es maravilloso. Esa cadena de cines en la que pasé más de la mitad de mi vida. La intimidad de esas pequeñas salas no tiene precio. El recuerdo de tantas tardes y tantas noches (a veces una sesión iba detrás de otra en el mismo día) soñando que otros mundos pueden ser posibles durante un par de horas. Gijón, hace muchos años, sin un duro en los bolsillos, cuando mi mejor amigo y yo nos escapábamos para contarnos nuestras cosas, soñar parecidos sueños y descubrir nuevos sitios, lugares alternativos, antes de que él se convirtiera en un empresario demasiado ocupado y yo perdiese puñados de ilusiones. O, con mis amigos de allí, comprobando que es una ciudad mucho más abierta en todos los sentidos, que acepta las diferencias al modo de las grandes ciudades. Y Gijón, hoy mismo, este fin de semana, cuando todos hemos cambiado tanto, repleto de sensaciones recuperadas. Los paseos cerca del mar, con ese olor y esa bravura que todo lo pueden. El callejeo por Cimadevilla y el recorrido por los puestos de ese mercadillo que se instala habitualmente delante del ayuntamiento. Las visitas a las librerías, con especial detenimiento en Paradiso: esa formidable librería que podría estar perfectamente ubicada en una esquina del Soho de Londres o de Malasaña, o los momentos silenciosos en los cafés, en cualquiera de los cientos de cafés que te encuentras a cada paso, hojeando los periódicos y ese libro -otro- inencontrable que acabas de hallar a un precio irrenunciable. Gijón, de madrugada, de regreso al hotel, a ese hotel desde el que percibimos el rumor del mar y su olor, después de cenar exquisito pescado, de tomar un Gin-Fizz y de escuchar la misma música que una noche también escuchamos en el Village de Nueva York.
Hay ciudades en las que siempre estaremos de paso, deseando dejarlas atrás. Otras, en cambio, irán siempre con nosotros y, como esos amigos a los que hace mucho tiempo que no vemos pero que a los dos segundos del encuentro se recupera mágicamente el hilo de la amistad como si nos hubiésemos visto el día anterior, tendrán un lugar privilegiado en nuestros corazones. Gijón es una de ellas.
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