El tic-tac del reloj antiguo de la vecina de arriba. Los pasos que, silenciosos, se deslizan por el pasillo después de abrirse el ascensor. La luz amarillenta que se filtra por debajo de la puerta. El gorgoteo de la cafetera del vecino del tercero que llega o que se va a trabajar, nunca se sabe. El último camión de la basura. Los cubos que se caen violentamente en el suelo mojado. El murmullo de una conversación lejana. Las voces de un par de borrachos que mean en el portal de enfrente. Uno de los bebés del edificio que se despierta y reclama comida y atenciones. La cálida voz de una mujer en la radio. Todas las imágenes, buenas y malas, que pasan por la cabeza en esos momentos. Oscuridad. Vértigo. Incertidumbre. Y mañana, ¿qué? Y, también, todo lo contrario. Hubo tiempos peores, sin duda. Dormir acompañado, como dice mi amiga Chirli, es muy gratificante. Un gato que maúlla en el patio y hace que Francesca, en su cesta, se sobresalte por un instante. Los tacones de la vecina de al lado marcando estilo en el decansillo. Sus llaves tintineando, sus risas ahogadas, las de su novio. Y ahora, como tres de cada cinco madrugadas, sus gemidos de placer, sus alaridos nada disimulados, ahí, en la habitación de al lado, pared con pared, que casi parece que estén en la misma habitación. La apoteosis final, nada prudente tampoco. La discreta perplejidad de Francesca, ya en mi almohada, indicándome que es la hora de su desayuno, de mi primer café, de escribir un rato. En la cocina, mientras la gata devora sus galletitas y el olor a café recién hecho se extiende por toda la casa, recuerdo ese verso del mexicano José Emilio Pacheco, reciente premio Cervantes: "La noche huele a luz carbonizada". Y pienso que aúna genialmente todos los pensamientos de una noche de insomnio.
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