La maleta estaba encima del armario de la habitación pequeña de la casa de los abuelos. Era una maleta grande, oscura, sencilla, que evidenciaba los vaivenes del tiempo. Era la maleta del tío Serafín, que, después de jubilarse, se instaló allí, en la casa de su hermana y su cuñado, hasta que se murió. ¿Qué contenía aquella maleta?, me preguntaba entonces, con seis o siete años, mientras leía tumbado sobre la cama alguna nueva andanza de Zipi y Zape. Muchas veces sentí la tentación de subirme a una silla y abrirla. Pero el tío Serafín casi nunca salía de casa y podía descubrirme en cualquier momento. ¿Cartas, dinero, fotografías, una pistola? Un halo de misterio rodeaba aquel enigma que se me planteaba cada sábado, cuando íbamos a visitarlos. Intuía que algún secreto escondía la vida de aquel hombre menudo, discreto y reservado, al que le gustaba más leer el periódico en la cocina mientras las mujeres hablaban que salir con los hombres a tomar un vino por los bares de los alrededores. De su Galicia natal se había trasladado a Barcelona, donde trabajó como conserje en un colegio hasta la jubilación. ¿Por qué se había quedado soltero?, me preguntaba entonces. A veces planteaba esa misma cuestión a los mayores, pero nadie decía nada que sonara demasiado convincente. Así es la vida, susurraba la abuela, mientras le daba al pedal de su máquina de coser y las telas se deslizaban rítmicamente. Sabía que aquella frase era la que siempre utilizaban los mayores cuando no tenían respuesta para las cosas o no querían dar demasiadas explicaciones. Ya entonces, dejando a un lado las historietas de aquellos dos traviesos hermanos, me gustaba dejar volar la imaginación, fantasear con lo que podía haber dentro de aquella maleta, hilvanar numerosas historias, sin saber aún que en eso, precisamente, consiste la literatura.
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