jueves, 26 de marzo de 2020

Pan

Iba yo a comprar el pan y ahí estoy, a la cola. Todo el mundo mantiene escrupulosamente la distancia exigida. El sol de este repentino verano está a punto de alcanzar mis zapatos. La cola avanza a buen ritmo porque las chicas de la panadería estrella del barrio son muy eficaces. Doy nuevos pasos. El sol ya calienta mi rostro. Ya me llega el olor del pan, de los dulces, de las empanadas... Y de repente, no estoy ahí, no estoy en 2020. Me voy diez años atrás y estoy sentado en la pequeña terraza de una panadería de un barrio tranquilo de Nueva York. (Luego me enteraría que se trataba de la panadería donde compraba el pan Elvira Lindo cuando vivía allí). Después de una larguísima caminata, decidimos sentarnos en la primera terraza que encontramos. El olor también es delicioso. Tomamos café y un bollo dulce. Observamos a la gente. Sus pasos tranquilos y silenciosos, alejados del bullicio de otras zonas de la ciudad. Nuestras piernas, cansadas, se toman un respiro. Es primavera, acabamos de casarnos y el tiempo es agradable. Ahí, en la cola de panadería estrella de mi barrio, ya en este inquietante 2020, la chica dice: siguiente. Soy yo. Avanzo. Me gustaría comprar todo lo que tienen en el mostrador, detrás de la mampara, pero sólo pido una barra de pan. La cojo. Aún está caliente. Camino despacio hacia mi casa, sintiendo el calor de la barra de pan en la mano y el del sol en el rostro. Estoy aquí y estoy allí. 2010, 2020. Me gustaría comer un trozo de pan, pero no soporto las barras que no se parten con el cuchillo, y no lo hago. Con ese sol y esos breves minutos en la calle, me conformo. 

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