martes, 3 de marzo de 2020

Juan Eduardo Zúñiga y las flores rotas

Las palabras precisas, los sentimientos contenidos, las frases ajustadas. Esas frases que, evocando a Chéjov, pueden contener todos los problemas o tragedias del mundo, pero jamás se desbordan. Esas atmósferas que, de nuevo evocando a Chéjov, contienen toda la grandeza y la miseria, la fortaleza y la fragilidad, del ser humano. No hace falta hacer sangre de un cuerpo caído, de una mujer desgraciada, de un grupo de sombras humilladas, o de otro grupo de alas machacadas, ya sin posible aleteo. Basta un detalle entremezclado con esas palabras bien escogidas para que cada uno se imagine la dicha o, más bien, dado que la guerra y la posguerra son sus territorios, la desdicha que acecha y acorrala al ser humano. Y lo vuelve aún más frágil y vulnerable. Sin derrotismos. Con dignidad. Incluso con cierta elegancia. Sabiendo que será inevitable adentrarse en algunos charcos, incluso pisotearlos, pisotearlos sin remedio, pero sin que la desgracia adquiera una dimensión de derrota total, por mucho que las circunstancias que rodeen a los protagonistas tengan todas las papeletas (que las tienen) para ello. 
Juan Eduardo Zúñiga comprende y se sitúa al lado de los perdedores. O mejor dicho: los observa de cerca, desde muy de cerca, como si fueran vecinos, amigos o parientes suyos, y lo hace con compasión, con respeto. Con un sentido extremadamente poético que no quita hierro al asunto ni trata de embellecer lo que no merece ser embellecido, sino que así logra un realismo en el que, pese a tantas injusticias y sinrazones, hay cabida para la esperanza. Aunque sea una especie de esperanza que deberá abrirse paso en medio de un bombardeo, una cruenta batalla diaria o una miseria difícil de sobrellevar. Los horrores de la guerra y de la posguerra, donde el niño descubrirá todo lo que hay a su alrededor y su manera de contarlo a través de la escritura. Esa escritura que sobrevive con su verdad y su leve desafío, aunque el autor acabe de dejarnos a los 101 años. 
Esa escritura que trata de no pisotear las flores. Ni siquiera esas que hace rato que están heridas por la nieve o definitivamente rotas.   

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