martes, 4 de noviembre de 2014

Las fotos de la tía Maru

Ya he escrito otras veces de la tía Maru. A mediados de los setenta y principios de los ochenta, aún vivía en Bélgica con su marido -el tío Jose, el hermano pequeño de mi padre- y sus dos hijos. Venían de visita por los veranos. Tenían un coche grande de color naranja y un aire europeo que contrastaba con el de los que nos habíamos quedado aquí. Sobre todo ella, la tía Maru. Atractiva, moderna sin pretenderlo, siempre con numerosos libros, revistas y cajetillas de tabaco en sus bolsos. Me gustaba la tía Maru. Su ímpetu, su manera de hablar (voz honda de tabaco negro), de moverse. El contraste con las otras mujeres. El arqueo de sus cejas cuando alguien decía cosas de otra época, pensamientos antiguos, reflexiones pasadas de moda. Sus silencios (tan significativos) o sus comentarios repletos de ironía. Pese a las apariencias de aquel tiempo, la tía Maru no tuvo una vida fácil. Llegarían otros tiempos posteriores y no tendrían mucho que ver con aquellos (vacaciones, coches anaranjados, revistas francesas, aires europeos...), pero ella siguió conservando la imagen de aquella mujer moderna (sin pretenderlo) y decidida, culta, atractiva, que seguía arqueando las cejas cuando escuchaba a su alrededor cualquier barbaridad que no tuviese que ver con el progreso, con las libertades. Que guardaba silencio o soltaba una carcajada tan honda como la voz que le dejaba el abundante tabaco negro. Ese tabaco que nunca ha abandonado.
Fue una de las primeras mujeres que leyó aquellos relatos juveniles que escribía sin descanso en las madrugadas, cuando aún vivía en casa de mis padres y tenía muy claro que lo único que quería hacer en esta vida era escribir. Hablábamos de ello. De literatura, de Marguerite Duras y de París. La vida, por entonces, ya no tenía para ella el glamour de aquellos veranos de la infancia. Pero ella, ya viviendo en España, seguía hablando de París como lo hace el que ha conocido bien otras ciudades, otras fronteras. En sus ojos, aún sigue ese afán por resistir -la vida, por complicada que sea, no podrá con nosotros: eso vienen a decir sus ojos- y una punta de tristeza que viene de la dicotomía entre lo que uno soñó y lo que le ofrecieron, entre otras cosas que no vienen ahora al caso.
Pero no quería hablar de la tía Maru, aunque siempre que empiezo a escribir sobre ella me lanzo porque me resulta un personaje literario fascinante y una persona a la que quiero (y respeto). Conservo el mensaje que me envió nada más leer mi última novela como si fuese una crítica que hubiese aparecido en el suplemento cultural más destacado. Sigue siendo una gran lectora. Y sigue siendo una superviviente, pese a la punta de tristeza de sus ojos que procede de esa dicotomía de la que antes hablaba y, sobre todo, de esas cosas que ahora no vienen al caso.    
Quería hablar de dos fotografías que me regaló el día de la presentación de mi última novela en Oviedo. En ellas, con cuatro o cinco años, ataviado con un collar y una pulsera (posiblemente de la propia tía Maru), aparezco yo, en casa de los abuelos, en el campo, a mediados de los setenta, sentado en el Seat 127 de color blanco que teníamos por entonces. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Cuatro o cinco años, ya digo. La vida por delante. Con sus alegrías y sus desastres. Las miro, y de repente tengo que dejar de hacerlo. Han pasado casi cuarenta años. Las miro y, sí, tengo que dejar de mirarlas, aunque no quiera hacerlo. Los ojos se empañan y el vértigo se agarra con tal fuerza a la garganta que incluso me resulta difícil respirar. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Como en esas obras de Chéjov donde las luces cálidas del atardecer no son más que el preámbulo de todo lo que vendrá después. Guardo las fotografías en un sobre y el sobre cerca de los libros importantes.        

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