domingo, 14 de diciembre de 2014

Un banco, unas luces, una actriz

Hasta ahora, para los que ya hemos pasado la complicada barrera (¿hay alguna, en realidad, que no lo sea?) de los cuarenta, "La plaza del Diamante" estaba asociada al rostro de Silvia Munt. Un rostro muy peculiar: grandes ojos y unas facciones que remitían siempre a cierto aire de melancolía, de pena, de tristeza. El rostro de la Colometa, que ella recreó con gran acierto. Las consecuencias de una guerra y una posguerra podrían reflejarse muy bien en el rostro de la actriz catalana, en cada una de las facciones y registros interpretativos que exhibía en aquella serie de Televisión Española, dirigida por Francesc Betriu. La descubrimos, claro, en esa adaptación de la novela de Mercé Rodoreda, a mediados de los ochenta. Y su rostro, inevitablemente, remitía a la gran obra de la escritora catalana, que leeríamos más tarde. Una escritora, por cierto, a la que se debería reivindicar más. Su obra está prácticamente descatalogada y algunos de sus cuentos son piezas realmente extraordinarias. Así como su novela "Espejo roto", que podríamos considerar tan importante como "La plaza del Diamante". O incluso más.    
Hace unos pocos años, supimos que Ana Belén había realizado una lectura de la obra más conocida de Rodoreda y que Jessica Lange haría lo propio en Nueva York. Ahora también sabemos que la actriz americana, fascinada con el texto, muestra su empeño para que se adapte a la televisión americana. A ver si hay suerte.
Y en estas llegó una nueva versión teatral de la obra. Lolita Flores era la elegida para interpretarla. Lolita ya había dado muestras de su altísima calidad como actriz en aquella película, "Rencor", por la que se llevó el Goya en el año del célebre "no a la guerra". Lo que pasa es que en este país algunos artistas -quizá, en parte, por la familia de la que proceden o por su propio pasado artístico- se les mira con una lupa exagerada. Es el caso de Lolita. También es cierto que, tras aquella película, la actriz no tuvo demasiados papeles relevantes. No importa. Todos sabemos que hay interpretaciones que van más allá de todo elogio, que las palabras se quedan cortas. Esta ocasión es una de ellas. El dolor, el desgarro, el desamparo, la miseria, la tímida ilusión, el miedo, la inseguridad, la fragilidad, el hartazgo, la desesperanza, las injusticias, el frío, el hambre... Todo eso pasa por el rostro de Lolita -ah, esos ojos- en una interpretación llena de matices y contención. Un banco en el que sentarse, las luces de una fiesta que duró poco tiempo, una actriz prodigiosa y un foco que la ilumine. Con eso es suficiente. Se produce el milagro. La transformación es sorprendente. La voz -tan particular, tan hermosa- se adecúa a las alegrías -pocas- del personaje y todos sus -abundantes- padecimientos. Reflejo, sin duda, de quien tuvo que vivir aquellos años de miseria y desesperación. La interpretación es magistral. No estás viendo a esa señora que canta y se mueve con soltura por los escenarios musicales en diferentes registros, tampoco a esa otra que a veces protagoniza portadas de revistas porque, según ella misma confiesa, necesita (a falta de trabajo) ese dinero para comer y pagar el alquiler. Estás viendo a la Colometa, el memorable personaje de Rodoreda. Y a ratos, es cierto, sentada en ese banco de madera, fugazmente, puedes ver a su madre, aquel brío interpretativo que nadie supo explotar en su justa medida. Lolita lo ha conseguido. Su interpretación permanecerá. Eso queda fuera de toda duda desde los primeros minutos de representación.

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