sábado, 22 de noviembre de 2014

El arroz con leche de la abuela

Empiezo el día haciendo arroz con el leche, que es el postre favorito de los amigos con los que vamos a comer. Y resulta inevitable que me acuerde -como cada vez que lo hago- de mi abuela Virginia, la mujer que me enseñó a hacerlo. En Mieres, a principios de los años ochenta. La recuerdo en aquellas mañanas de sábado, en la enorme cocina de su casa, escuchando la radio o algún programa musical de la televisión (le gustaba mucho la música: la copla, especialmente), revolviendo con la cuchara de madera y cantando. Dejaba a un lado la cuchara cuando llegábamos y vertía el postre, ya terminado, ya lo suficientemente espeso, en una gran fuente. Luego, abría el balcón y ponía allí la fuente para que enfriara primero, antes de echarle la canela o de requemarlo con abundante azúcar, según prefiriésemos ese día. Aquellos sábados eran jornadas de auténtica fiesta. Todos reunidos en torno a ella y al abuelo, más parco en gestos y palabras. Ella cantaba, ella reía, ella me decía cómo se hacía aquel postre (también otras comidas). A veces, antes de terminarlo, me dejaba revolver, siempre para el mismo lado, decía, que si no se estropea. Intento hacer el arroz con leche como el suyo (creo, modestia a un lado, que lo consigo) e intento sonreír siempre, como ella hacía. Olvidar los problemas y sonreír. Ella siempre sonreía, pese a aquel frágil corazón que le daba algún disgusto de vez en cuando y a aquel hijo, el pequeño, que también hacía lo propio. Instantes que vienen a mi memoria mientras revuelvo el arroz que dentro de unas horas comeremos en buena compañía, olvidando la dura travesía de estos tiempos (la pareja con la que vamos a comer también está al paro, los dos, pese a su preparación y experiencia) y sonriendo.
Me acuerdo también de los últimos tiempos de la abuela, cuando ya estaba muy enferma y caminaba con gran dificultad, a pasos muy lentos. Nos recibía con aquella sonrisa y haciendo el arroz con leche porque sabía que era el postre que yo deseaba. Aquel arroz ya no era el mismo. Las comidas, todas ellas, pese a lo buena cocinera que era, ya no le salían de la misma manera. La cocina sabe demasiado de nosotros mismos. Sabe si nos apetece cocinar, si lo hacemos por rutina, si estamos desganados o si estamos enfermos... Nosotros le decíamos que estaba exquisito y ella sonreía con cara de cansancio, probablemente convencida de que le estábamos mintiendo. Mi abuela siempre fue una mujer muy lista. Y su elegancia no le permitía llevarnos la contraria.
Me quedo con el primer recuerdo, convencido -pese a los vaivenes de la vida, ay- de la enorme suerte que he tenido al tener aquella abuela. La abuela Virginia, siempre presente en estos textos.
Así empiezo este sábado. Así, recordando, vamos haciéndonos viejos.

1 comentario:

  1. Un relato familiar, entrañable, en el que no es poco importante la fuente de arroz.

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