Son las siete y media de la mañana, y aún no ha amanecido. Estoy sentado en el sillón orejero donde tantos momentos pasé leyendo en la casa de mis padres, al lado de uno de los enormes ventanales de mi habitación. Desde él, desde ese ventanal, puedo ver la calle, la gente que pasa apresurada y soñolienta hacia sus trabajos y sus quehaceres, los viejos edificios de enfrente, los otros edificios que están en obras, en construcción, rehabilitándose. De uno de esos viejos portales, sale una mujer, una de esas vecinas de toda la vida, rondará los ochenta años ya, quizás alguno más. La acompaña una mujer más joven, su hija probablemente. La mujer mayor va vestida con una bata azul claro, un camisón de diminutas florecillas a juego y unas zapatillas nuevas de estar por casa. Está muy flaca, muy desmejorada, muy avejentada. Ella, que siempre iba impecablemente peinada, como recién salida de la peluquería, lleva todo el pelo aplastado, con un buen trozo de ese cabello de color blanco. Las raíces son más gruesas que la otra parte del cabello, rubio luminoso, como siempre. Entra con dificultad en el coche de la que supongo que es su hija (se dan un aire importante, sí, físicamente, ahora lo puedo ver con claridad), la cual, tras finalizar la tarea de ayudar delicadamente a su madre a meterse en la parte de atrás del coche, arranca a toda velocidad. Un coche nuevo, grande, de color negro o azul muy oscuro, que apenas deja un lejano rumor a lo lejos. Esa mujer, la mayor, se pasó la mayor parte de su vida asomada a esa ventana, la que está enfrente de la mía, ahora cerrada, con los visillos echados, descoloridos, amarilleados por el paso del tiempo, y las persianas a medio bajar. Desde allí, desde su ventana, veía la vida pasar. Los niños que jugábamos en la calle, las parejas nuevas que se iban instalando en el barrio, los comercios que se abrían en la calle, la gente que entraba y salía de ellos. Por el verano, el espectáculo se prolongaba hasta altas horas de la noche. Las terrazas de los cafés llenas de gente, los niños jugando hasta mucho más tarde de lo habitual, el ocio característico de esas horas, las lentas y largas horas de los días más calurosos. La humedad y el calor que hacían a los mayores beber una cerveza helada detrás de otra, bebidas alcohólicas con mucho hielo, cócteles de vivos colores. Y a nosotros, los más pequeños, refrescos que en otra época del año no nos dejaban probar. Aquellos veranos que casi empezaban con la primavera y se prolongaban hasta bien entrado el otoño. Esa mujer veía el mundo a través de los demás. A veces, muy pocas, la cruzaba fugazmente por la calle, nos saludábamos, hola, hola, adiós, adiós, pero su mundo estaba ahí, en esa ventana, enfrente de la casa de mis padres, de mi habitación de entonces, donde ahora, aún sin amanecer, con el cielo repleto de nubes densas y muy negras, estoy. Siempre me saludaba con la mano, con la viveza de sus ojos despiertos, alegres, risueños, azulados. Otras veces, cuando abría la ventana para fumar mis primeros cigarrillos, me preguntaba qué tal, cómo te va, si había aprobado todos los exámenes, qué duro es estudiar, ¿verdad?, tú sigue así, no lo dejes... Muchas noches, algún tiempo después, mientras escribía en aquella habitación hasta bien entrada la madrugada, allí estaba ella, en invierno o verano, la vecina asomada a la ventana de su cuarto de estar, las fotografías de sus familiares colgando de las paredes del fondo, y yo movía mi silla, levantaba la cabeza de la máquina de escribir, dirigía la mirada a su ventana y sí, allí seguía ella, con su sonrisa dulce y agradable, cómplice y cercana, muy cariñosa, con una revista, un periódico o una labor entre las manos. En aquel tiempo, aún sin enfermedades ni la vista cansada, cosía asomada a la ventana. Podía coser y saludar a los que pasaban por la calle, hablar incluso con ellos. Movía las agujas de tejer con esa admirable destreza. Ahora, la vecina que contemplaba el mundo desde su ventana, ya muy enferma y encogida, consumida por los años y los achaques, como una pálida y fugaz sombra de sí misma, como ese frágil espectro en el que todos nos convertiremos tarde o temprano, se va de su casa, de su barrio, entra con dificultad en el coche de su hija, tan parecida a ella, el viento mueve sus cabellos de dos colores, la bata azul claro, el camisón de florecillas diminutas, y con ella, qué duda cabe, se van, sí, tantas, tantas cosas.
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