lunes, 10 de enero de 2011

La tía Maru

La otra tarde, en medio del bullicio característico de los primeros días de rebajas, nos encontramos con ella, con mi tía Maru, la mujer del hermano pequeño de mi padre. Aunque ya apareció alguna vez por estas páginas, creo que se merece un capítulo para ella sola. Los tíos, a finales de los años 70, vivían con sus dos hijos en Bruselas. Y cuando, por los veranos, venían de vacaciones, su presencia, la de ambos, era una importante nota de color en aquel paisaje tan gris, recién salido de la larga dictadura. La tía Maru fumaba constantemente, bebía vermú rojo en el aperitivo, vino tinto en las comidas y café negro a todas horas, leía con voracidad libros, periódicos y revistas e imponía su hermosa voz oscura, si hacía falta, a quien se le pusiese por delante, la abuela Luisa, su suegra, tan amante de sarcasmos y reproches antiguos, incluida. La tía Maru, todo un carácter, según decían aquellas otras mujeres de la familia de su marido con quien su imagen contrastaba poderosamente. Se podría hacer un estudio serio sobre la situación de las mujeres en aquella época con esos dos perfiles femeninos tan bien diferenciados. La mujer que sólo se ocupaba de la casa y del marido, que casi siempre iba un paso por detrás del hombre y que sólo empleaba su tiempo libre en misas y chismorreos vecinales. Y aquella otra, culta, avanzada, con intereses y aspiraciones, con ansias de viajar y de conocer, que miraba a los hombres, como a la vida, de tú a tú. La recuerdo, en aquellos húmedos y calurosos veranos, escuchando a Edith Piaf y leyendo a Marguerite Duras, tumbada bajo la frondosa higuera que daba sombra delante de la casa de los abuelos, con los pies descalzos, generosos e insinuantes escotes en camisetas de vivos colores, las uñas pintadas de un rojo intenso, el pelo cortísimo y un cigarrillo agotándose siempre entre los dedos (en sus bolsos, siempre enormes y abiertos, nunca faltaban varias cajetillas de aquel tabaco que por aquí no se veía). Ajena a todo, ensimismada en su lectura, disfrutando de los rayos de sol que se colaban entre las hojas, pensando -quizá- en todas esas diferencias de las que ahora hablo entre unas mujeres y otras, entre unos mundos y otros: nuestro país de entonces y la vieja y refinada Europa. Ni que decir tiene que aquella imagen, la de la tía Maru, me fascinaba por completo.
La tía Maru, una superviviente. Porque los buenos tiempos, los de aquellos veranos, no siempre fueron eternos, y la vida, en todos sus aspectos, te lleva y te trae, te sube y te baja, te acaricia y te zarandea, te abandona y te rescata después de ese abandono, y, a estas alturas de la mía, a punto de cumplir los cuarenta, lo único que sé es que el que puede con todos esos vaivenes -amorosos, económicos, existenciales...-, el que cae y se levanta para volver a caer y levantarse, qué pesadez, es el que sobrevive. El que se bebe la vida y el que la desafía, mirándola cara a cara, sin miedos ni complejos, sin tonterías ni medias tintas, sin contemplaciones ni máscaras o baratas falsedades. Ese, sí, es el secreto de la vida.
La tía Maru, años más tarde, ya instalada en este país que había cambiado tanto, fue cómplice de muchas de las historias que yo escribía en aquellas lejanas noches (ser escritor es escribir siempre y en todo lugar, como decía la propia Duras), una de las primeras en animarme a seguir haciéndolo. Como yo lo fui de alguno de esos vaivenes de los que hablo, ay, y que aquí me callo. Ahora, en esta tarde de rebajas en la que nos encontramos por casualidad, me cuenta que, estos días, haciendo limpieza en casa, acaba de encontrarse con muchos de aquellos relatos que yo le pasaba para que me diese su opinión. Y no deja de producirme una gran ternura esa complicidad que va más allá de los parentescos y que siempre he defendido ferozmente. Ahora que nuestros rostros han cambiado tanto, que las arrugas los surcan libremente, que nos hemos caído y levantado cientos de veces (y las que nos quedan, me temo), será un buen momento para tomarnos esas botellas de vino que tenemos pendientes.

1 comentario:

  1. siempre tienes la capacidd de transportarnos a un mundo mejor, más luminoso y optimista

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