La veo muchas mañanas, durante mis largas caminatas por diferentes zonas de la ciudad, a unas horas u otras. Es una mujer de edad indeterminada: quizá tenga entre cincuenta y sesenta años, quizá algunos menos, pocos menos. Va siempre sola, desaliñada, con faldas muy cortas, las piernas, con venas muy marcadas y azuladas, desnudas pese al intenso frío de estos días de invierno y unos ridículos calcetines arremolinados en torno a sus esmirriados tobillos. Lleva un gorro oscuro para la lluvia en uno de los bolsillos del abrigo y un bolso de piel enorme, también oscuro, desgastado y sin cerrar. Y dentro de él, muchas cosas. Peines, carteras, bolsas de plástico, cepillos de dientes sin estrenar, pañuelos de papel, libretas arrugadas, rotuladores de colores, guantes de lana, paquetes de tabaco, algún bollo de chocolate mordido y envuelto en papel transparente... Se da un aire a la Jane Bowles de los últimos años: el mismo pelo corto y enmarañado, las mismas facciones de niña-vieja, la misma mirada ausente. Un paquete de Camel blando y un mechero siempre en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. La mirada perdida, detenida, como su propio y menudo cuerpo, en un punto indeterminado de las calles. El abrigo, algunas veces, caído por los hombros desnudos (siempre utiliza camisetas de tirantes, tirantes que se enredan con los de su viejo sujetador color carne). Una bufanda deshilachada cubriendo la garganta. Nunca se escucha su voz. Nunca habla con nadie. Camina despacio, muy despacio, y, a veces, sí, se detiene en medio de la acera, como si unos hilos invisibles la moviesen a su antojo y decidiesen en ese preciso momento detenerla ahí, precisamente, a esa altura concreta. En ocasiones, quizás cuando se le ha acabado todo el tabaco, estira la mano hacia cualquiera que pase por su lado, como si pidiese una moneda o un cigarrillo. O ambas cosas. Algunos la miran con descaro y otros lo hacemos con mayor disimulo. Unos y otros sabemos -o deberíamos saber- que esa mujer puede ser, en cualquier momento, el espejo que nos refleje.
lo he leído tres veces y siempre acabo con la piel de gallina
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