Faltan unos minutos para las nueve de la mañana y, aunque las puertas ya están abiertas, una chica con una taza humeante en la mano y cara de pocos amigos me dice, señalando su reloj, que espere fuera, que no se abre hasta las nueve en punto. A esa hora, detrás de mí, ya hay una cola considerable de gente, más o menos de mi edad, con actitud de sueño, cansancio, tristeza, hartazgo. Ya son las nueve en punto. Todo el mundo es educado y respeta escrupulosamente su turno. El silencio de la sala sólo se ve interrumpido por el llanto de un bebé que acompaña a su madre y por el sonido que va anunciando en una pantallita los números de los turnos de cada sección. Ahora me toca a mí. Soy el primero: ventajas de madrugar (alguna tenía que tener). Solucionan rápido y con eficacia mi papeleo, lo que agradezco enormemente. Ya estoy ahí, en las filas del INEM, a la mejor edad para trabajar. Maneras de empezar el año. Cuando uno se acerca a los cuarenta años, conoce muchas más cosas de la vida, se la toma de otra manera (nada es tan blanco ni tan negro: la euforia y las emociones se van templando, todo -hasta los silencios- adquiere otro significado), sabe reflexionar, analizar mejor las cosas, no desesperarse con tanta facilidad. Pienso en todo eso (y así me lo repito) cuando salgo a la calle, paseo por las calles y sólo veo caras de jubilados y de amas de casa, cargadas con pesadas bolsas de la compra, con edad para ello. ¿Quién tiene la culpa de todo esto? No lo sé y no me importa demasiado. Es lo que hay. Unas calles más abajo, cerca del centro, me encuentro con otro tipo de gente. Muchas mujeres, entre los cuarenta y los cincuenta, llenas de bolsas. No son bolsas de los supermercados, como las de las otras mujeres que me iba encontrando unas calles más arriba, sino bolsas de tiendas de ropa, zapatos, joyas, libros, perfumes... Así que me digo, qué coño, un día es un día, y me voy a fundir la VISA antes de que aparezca algún dolor imaginario o las ganas de fulminar a alguien.
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