Ahí está, desvencijada, desafiando al tiempo. La casa de los ladrillos rojos. La casa que fue de mis abuelos, en Mieres, situada enfrente del campus universitario, donde antes había un pozo minero. El pozo que, siendo niño, obervaba desde esos amplios ventanales del tercer piso del edificio, ahora cerrados a cal y canto. Aquellos hombres sudorosos, cansados, con los cuerpos y los rostros manchados por el carbón, por las profundidades de la tierra, que bajaban o salían de la mina. Sí, el edificio ahora está vacío, medio abandonado. Parece ser (me cuenta mi madre más tarde) que los hermanos, hijos de los propietarios, con fuertes desavenencias entre ellos, no se ponen de acuerdo con las decisiones de la venta. La historia es clásica. Tiene, el edificio, algo de fantasmal, como todas las viviendas que están cerradas o medio abandonadas. Situado debajo, a escasos metros del portal, bajo ese cielo encapotado que amenaza lluvia, diferentes sentimientos se apoderan de mí. Pena, nostalgia, tristeza, desazón. Esa sensación, tan poderosa a veces, de que el tiempo se nos escapa de las manos a una velocidad salvaje, imposible de controlar. No puedo evitarlo y subo las escaleras que conducen al primer piso, donde estaba la peluquería a la que mi abuela, tan presumida y elegante como era, iba todas las semanas. La propietaria también vivía allí y desde la acera de enfrente, los sábados por la mañana, podías ver a las mujeres de un lado a otro, fumando, riéndose y hablando sin parar, con rulos, redecillas o grandes toallas en la cabeza. Muchas de aquellas mañanas, cuando llegábamos y aparcábamos el coche enfrente de la casa, me gustaba buscar a la abuela y saludarla con la mano. ¡Ya estamos aquí, abuela! Si la abuela estaba debajo del secador o en la parte de atrás, a punto de salir ya de la peluquería, las vecinas la avisaban rápidamente. Virginia, ya está aquí su nieto. Y ella se asomaba a la ventana -la misma que la suya, dos pisos más abajo- para saludarnos con la mano. Luego, con algarabía, como si de un importante acontecimiento que las sacase de sus rutinas se tratara, lo hacían el resto de las mujeres. Esa mano que, ahora, es la misma que la de mi madre cuando, un tanto melancólica, se asoma a la ventana para despedirnos cuando nos vamos de su casa. Huele a moho, a sucio, a viejo, a abandono. Una rata pasa rápidamente delante de mis pies y se esconde. Las paredes, por algunos sitios, están desconchadas, carcomidas por la humedad. El sol se filtra por varios sitios, mostrando aún con mayor rotundidad la absoluta decadencia. No puedo seguir subiendo las escaleras. Un nudo aprieta con fuerza la boca de mi estómago y me impide continuar subiendo cuando descubro, cerca de la puerta de esa vivienda, la de la peluquería, los buzones -grandes, antiguos, de un verde grisáceo, desvaído-, y en uno de ellos, el perteneciente al tercero derecha, a la casa de los abuelos, la tarjeta donde figura el nombre y los apellidos de ambos. Tomás y Virginia: mis abuelos maternos. Han pasado muchísimos años desde su muerte, y esa tarjeta, carcomida por el tiempo, continúa ahí, como continúan esas cosas -detalles a los que a veces nos olvidamos de concederles demasiada importancia-, en las que no reparamos. Bajo de nuevo las escaleras. Íñigo me está esperando bajo la vieja marquesina de la parada del autobús. Una chica que se parece a Penélope Cruz pero que no es Penélope Cruz anuncia un champú y sonríe con esa falsedad que otorgan la impostura y esos dientes excesivamente blanqueados que tanto se llevan ahora. Me pongo a su lado y observo de nuevo las ventanas de la casa de los abuelos. Allí donde la abuela, tras el duro trabajo frente a su máquina de coser, se acodaba un rato antes de preparar la cena. Y pienso, de repente, en las ventanas de los hoteles de Manhattan en los que hemos estado, tan diferentes a éstas. Un mundo separa ambas ventanas. Sin embargo, yo sé que un lazo secreto las une: la curiosidad de aquel niño que se asomaba a unas sigue siendo la misma que la del adulto que se asomaba a las otras. Miles de kilómetros y casi cuarenta años separan ambas escenas, ambas ventanas. La memoria se llena de imágenes. Múltiples y poderosas imágenes. Mientras, silenciosos, regresamos al coche y dejamos atrás esa casa, la de los abuelos, echo un último vistazo alrededor y pienso que sí, que, de alguna manera, me he salvado.
La mía era una casa con corredor azul azafata(un color un tanto extraño para definir el corredor de una casa asturiana), en el pueblo dónde pasamos tantos veranos tan buenos...
ResponderEliminarLa casa se quemó por simpatía el verano pasado, el 6 de agosto. Digo por simpatía porque se quemó junto a la casa de mi tía dónde se origino el fuego (la tía que me quedaba en el pueblo) y con ella se quemaron muchas cosas materiales, una colección de libros que mis padres habían coleccionado los primeros años de su matrimonio, quizás incluso empezaran a coleccionarlos durante el noviazgo. A ellos les debo mi afición a la lectura. ¡Gracias papis! Mi padre sigue leyendo incansable un ratito cada día, mi madre lo dejó, ahora está en otra batalla...
Qué cosas... yo quería hablar de la casa y ahora estoy hablando de los libros que se quemaron allí... el 6 de agosto hará un año. Maldito caluroso viernes de agosto de 2010...
Bendita falta de viento que evito que se quemará todo el pueblo...