Hace algún tiempo, tras años dedicado al oficio, un librero contó sus experiencias en un libro y se convirtió en un rotundo e inesperado éxito. A veces, después de casi diez años trabajando en el mismo oficio, me viene a la cabeza la idea de seguir los pasos de aquel hombre y escribir algunas de mis experiencias al frente de las dos librerías en las que trabajé hasta la fecha, Aldebarán y Trabe. Dos librerías muy diferentes entre sí: por ubicación y por el público que las frecuentaba. Con algunas cosas en común, como es lógico. El amor de algunas personas por la literatura y la inconveniencia de hacerse con más libros de los que se pueden pagar, por ejemplo. Quizá porque me veía muy reflejado en esas personas -¡dichoso dinero!-, me inspiraban mucha ternura toda aquella gente que, independientemente de su edad o de su sexo, siempre querían hacerse con más libros de los que podían pagar en aquel momento. Un libro les llevaba a otro, y siempre se quedaban con ganas, esperanzados con la posibilidad de hacerse pronto con aquel ejemplar que acababan de descubrir en la librería o que yo, siguiendo el rastro de sus gustos o de sus compras, les había recomendado. Pensaba en todo esto el otro día, en el instituto de Mieres donde Íñigo tenía que mostrar a los profesores todas las novedades de libros editados en asturiano. Fue en un descanso de las jornadas de profesores que allí, cerca de aquellas calles donde tantas tardes de mi infancia pasé, se celebraban. Muchos de ellos se acercaron a la mesa donde nos encontrábamos para hojear los libros. De repente, un profesor (un chico joven, como la mayoría de los asistentes) señaló uno de los libros y exclamó, mirando a la otra profesora que iba a su lado: "¡Anda, mira, éste lo tengo yo fotocopiado!". Así lo dijo, tal cual, y se quedó tan ancho. Al minuto, ella hizo lo propio con otro de los libros: "Pues éste lo fotocopié yo hace poco". Ambos libros costaban doce euros. Lo dijeron en voz alta, a escasos metros de donde Íñigo y yo nos encontrábamos, rodeados de otros profesores que hojeaban otros títulos, sin rastro de pudor ni de vergüenza ni de nada parecido. Lo que en otros tiempos me hubiese indignado profundamente, el otro día me llenó de algo muy parecido a la tristeza y a la desilusión. Como si ya se hubiese perdido definitivamente la batalla. Dos profesores, con un sueldo decente, fotocopiando libros y diciéndolo en voz alta sin ningún problema. Tengo, como librero, muchas anécdotas con algunos (algunos, insisto: no generalizo: sé que todos no son iguales) profesores que por el mero hecho de serlo consideran que debes regalarles prácticamente los libros o con otros que se empecinan en recomedarles a sus alumnos libros que llevan años descatalogados, con los múltiples incovenientes que esto supone para los padres y para los libreros. Y no importa las veces que repitas, erre que erre, que qué más quieres tú que vender, pero que ese libro es imposible de conseguir, que ya no existe. Pero este asunto de los libros fotocopiados del otro día, creo que supera todas las expectativas. Y pasa de convertirse en una triste anécdota en algo por lo que dan ganas de tirar la toalla definitivamente.
Estate tranquilo, siempre quedarán personas que amen los libros por encima de todo, los libros en papel, los encuadernados bonitos, los feos, los de bolsillo, los caros, los baratos, los de segunda mano, ...
ResponderEliminarTengo una amiga que perdió su trabajo el año pasado y estoy segura que lo que más pena le da de haber tenido que volver a vivir con sus padres es tener en la casa del pueblo, en cajas de mudanza, sus preciados tesoros que antes exhibía orgullosa en las estanterías de su salón. Nunca salías de allí sin un ejemplar prestado, o sin un título que te recomendaba y ella casi siempre acierta, tiene olfato para las buenas historias. Ayer hablabamos, mientras tomabamos un vino en el KM0 en Oviedo, de la magia de poder escribir. Nosotras no tenemos ese don, así que seremos siempre diminutas e insignificantes lectoras, ávidas y enormes lectoras, excelentes u odiosas críticas del trabajo de los demás.
Admirando u odiando al escritor, envidiandole por no haber sido agraciadas con sus dones o miserias.
Lectoras que se pierden en cualquier librería de barrio, salen con más libros de los que pueden pagar y esperan al mes siguiente para comprar ese título sugerente que después de pagar los elegidos, les llama la atención en el último vistazo al salir por la puerta.
Yo te prometo que no fotocopiaré nunca más un libro, aunque reconozco que en mis tiempos de estudiante en los noventa alguno en la Facultad cayó.
Ah, ya estoy con Alice Munro, ya te contaré
Doblemente vergonzoso, doblemente execrable pues un profesor tiene, y debería saberlo, una responsabilidad mayor que otros sectores de la ciudadanía. Su misión, entiendo, es una de las más importantes de un país: contribuir a la educación y formación de la población y, por tanto, a su desarrollo.
ResponderEliminar¿Qué ejemplo va a dar a su alumnado? ¿Cree acaso que el ejercicio de su profesión docente debe limitarse a enseñar determinadas asignaturas?
Y lo más triste es que su ignorancia ni siquiera le permite ver la gravedad de esas acciones: no cree que sea para tanto...
Me has tocado en los puntos que más me duelen: los libros y la enseñanza. Siete años como profesor, siete como editor y toda una vida como lector hace que esto me revuelva las tripas y el alma.
Fotocopiar libros.Me parece una falta de respeto hacia...¡uno mismo!Recuerdo una "disyuntiva" que tuve muy peculiar;"The umberiable lightness of being" o...comer(sólo tenía dinero para una de las dos cosas).Tenía la opción de fotocopiarlo...En el piso compartido nadie tenía dinero para comida(viernes en Santiago;resaca de jueves de alcohol y desenfreno...).En efecto,me compré el libro y hambre durante tres días. Jamás he fotocopiado un libro,tampoco compro películas o música pirata. Me estimo demasiado como para rebajarme así(aparte creo que no podría disfrutarlo de la misma manera...). Ante la duda...¡siempre hambre!Un saludo.
ResponderEliminar