Hace algún tiempo, a principios de aquellos ya lejanos años noventa, era un bar de ambiente. Más o menos discreto, con aires de boite setentera, con olor a ambientador rancio y a humedad, paredes de moqueta gastada, música antigua, luces de color verde y cuarto oscuro al fondo, muy cerca de los baños. Todo un poco cutre. La barra de arriba siempre estaba cerrada. A través de unas largas escaleras que se encontraban casi a la entrada, accedías directamente a la parte de abajo, donde se concentraba la gente. Tipos, más bien mayores, quizá insomnes, aburridos y solitarios, tomando sus copas, a la caza de alguna novedad, de alguien a quien contarles sus vidas o hacerles una proposición (más patética que indecente). Alguna vez, a última hora de la noche, cuando mis amigos ya no podían más, me dejé caer por allí. Buscando no sé qué, no sé a quién. Con pocas ganas de irme para casa. Ah, la juventud que se resiste a terminar la noche. Acodado en aquella barra, deslizando la mirada de aquellos tipos hacia otro lado, siempre me acordaba de Susan Sarandon. Ninguna mujer, al menos en el cine, se ha acodado en una barra como ella. Pocas han representado de manera tan certera el papel de mujer fuerte, curtida en mil batallas, de superviviente de todo esto. Ella, Susan, no estaba, claro, pero yo la veía allí, acodada en aquella barra, con su melena roja recién peinada, sus medias nuevas y el escote a punto, fumando y bebiendo un whisky detrás de otro, mordiendo con rabia el hielo que quedaba en el fondo del vaso, buscando una aventura de una noche o, quién sabe, la historia de su vida, después de todo, pese a los golpes recibidos, la esperanza es lo último que se pierde. En alguna ocasión, alguna mujer con el perfil de la Sarandon se tomó allí las últimas copas. Mujeres que venían con algún amigo o vecino gay, que hablaban muy alto y se reían sonoramente, que hablaban sin tapujos de sus historias de amor o de sexo, que conocían al camarero de toda la vida y se hacían con la clientela del local, casi siempre la misma, en un par de minutos. Eran mujeres que habitualmente trabajaban en la hostelería y ese día, el de descanso, sólo querían divertirse. Al precio que fuera. No habría otro día libre hasta la semana siguiente y aquella noche aún tenía que dar mucho de sí. Las semanas siempre eran largas y los trabajos duros. Era lo que había. Mejor eso que seguir con aquel marido torpe que el destino les había puesto en el camino y que, por mucho que lo besaran, jamás se convertiría en el príncipe que el cuento -¡dichoso cuento!- les había prometido. El recuerdo de aquellas noches, el de aquellas mujeres como la Sarandon, riéndose y bebiendo en aquella barra, mordiendo con rabia el hielo del fondo del vaso, tratando de divertirse a toda costa, rodeadas de aquellos tipos tristes que buscaban evadirse de lo monótono de sus vidas, me asaltó la otra mañana, cuando, después de mi largo paseo, entré en aquel bar que ahora ya no es de ambiente, sino un bar donde desayunan obreros y funcionarias, amas de casa y parados, jóvenes que van a clase y limpiadoras que a esas horas (las nueve) ya han hecho tres portales, un poco triste y demodé como entonces, con la barra de arriba abierta y la oferta del día bien visible, recalcado con rotulador fluorescente, café y pincho por un euro ochenta, y allí, acodado en aquella barra, al levantar la vista del periódico, me pareció verla a ella, a aquella mujer que se parecía a Susan Sarandon, subiendo por las retorcidas escaleras, tambaleándose y moviendo la melena roja hacia atrás, buscando la puerta, aquella luz, la del nuevo día, que dañaría el brillo de sus cansados ojos hasta que lograse alcanzar su solitaria cama.
Los fantasmas están siempre ahí, agazapados, esperando a que bajes la guardia y, de repente, aparecen y te llevan al pasado, un pasado que, a veces, sólo nos trae sabores, caricias, olores,... agridulces. Debemos desterrarlos al desván de los recuerdos donde tienen que descansar para siempre.
ResponderEliminarNo existe persona el escritor Ovidio Parades, que, lejos , como tantos otros, de obviar a toda costa pasados y recuerdos no siempre felices ni brillantes, nos los enseña, nos los describe, con dignidad de caballero, que sabe lo que sabemos todos, y no todos se atreven a decir, y es que en nuestro ya largo recorrido, sólo nos queda la mitad del camino,,, hemos vivido momentos prosaicos, opacos,,,, pero gracias a la vida por vivirlos !!!!!!!!!!! ya que,, gracias a ellos, amamos tanto nuestro presente.
ResponderEliminarGracias Ovidio, por ser natural, sincero, y por tenerte sin ningún atisbo de hipocresía.......... Marian la de la boda de Marian.
Hola Ovidio, yo también hago lo mismo que tú: voy a caminar un poco para ver si si bajo algo de peso (treinta kilos me dijo el médico, a mi me parece un poco exagerado) y a la vuelta entro a reponer fuerzas en alguna cafetería o pastelería y cuando me encuentra mi hija le digo que entré porque me pareció ver alguien conocido. Me riñe por todo, me riñe incluso por salir a pasear con el extraño libro. Dice que como puedo llevar tantos meses leyendo un libro tan delgado y no haberlo terminado. Y yo alguna vez intenté explicárselo pero no entiende nada.
ResponderEliminarManolita, la de los paseos de Manolita
Ovidio, qué maravilla, mostrarnos el podercurativo de los libros y no solo de los de autoayuda. Desde que una amiga me descubrió lAs flores de bag, me apunto a toda medecina o poder de sanación al margen de la industria farmacéutica. Gracias, Ovidio, eres un solete.
ResponderEliminarLourdes