Hace algún tiempo, arrastrado por la curiosidad, entré en un puticlub. Desde luego, no era mi intención acostarme con ninguna de aquellas chicas, sino descubrir de primera mano la sórdida literatura que casi siempre acompaña a este tipo de locales. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Hacía mucho frío. Las luces de neón del exterior se apagaban y encendían, dejando un rastro levemente azulado en la noche. Me senté en la barra y le pedí una copa a un tipo de barba cerrada y cara de pocos amigos. El local estaba vacío y olía a humedad, a limpieza atrasada. Al fondo, arremolinadas en torno a un desvencijado sofá de skai granate, había unas diez o doce chicas semidesnudas. Estaban muy juntas, como si se quisiesen dar calor unas a otras. Las había de diferentes edades, altas y bajas, guapas y feas, jóvenes y no tan jóvenes, gordas y flacas, blancas y negras, españolas y extranjeras. Todas, de una en una, se fueron acercando a mí para proponerme tomar una copa en una de las habitaciones de la parte de atrás. Me llamo Alexandra, Crystal, Amanda, Sue, Kristin, Anastasia, etc, etc. Ninguna, evidentemente, tenía un nombre común y corriente. A excepción, sí, de Marisol, la mayor de todas. Parecía una Ellen Barkin tronada, de gestos rotundos y muy exagerados, envejecida prematuramente, con el rastro de haber poseído una belleza importante. Me contó que era de un pueblo cerca de Mieres, que acababa de llegar de Madrid, donde había vivido algunos años -sus mejores años, recalcaba: aquellos años en los que, sin éxito, había intentado convertirse en actriz- y de donde había tenido que marchar por la dura competencia. Llevaba unos altísimos tacones y un escueto vestido de tirantes que me parecía haber visto en el maniquí de la tienda de los chinos que había justo al lado de aquel antro. Me propuso, como las otras, ir a la parte de atrás. Le agradecí la propuesta con la clásica y socorrida frase de "estoy tomando tranquilamente una copa". El camarero de barba cerrada y cara de pocos amigos se impacientaba. Le pedí otra copa (copas a diez euros, creo recordar), pese a la evidente garrafa que contenía aquel gin-tonic. Marisol, jugando con el tirante de su vestido barato, me pidió una copa a cambio de enseñarme una teta. Le dije que no hacía falta, que estaba invitada sin necesidad de mostrarme nada. Le hice un gesto al camarero para que le sirviese un gin-tonic. Cuando éste se agachó para buscar hielo en la parte de abajo de la nevera, Marisol, en un gesto velocísimo, me mostró una teta, la derecha, y sonrió pícaramente. Tenía la sonrisa tan triste como la mirada. Cuando el tipo le sirvió la copa, me dió un beso, cogió un cigarrillo de mi paquete de Camel y se fue en busca del grupo de hombres de traje y corbata que acababan de entrar en el local. La recuerdo abriéndose paso entre las otras chicas, riendo a carcajadas en medio de aquellos hombres y despidiéndose de mí con la mano -mano grande, uñas de un rojo poderoso- alzada mientras, a duras penas, me levantaba de aquel taburete y me dirigía a la puerta. Afuera, todo -el sepulcral silencio, las calles desiertas- parecía indicar que era domingo, ya había amanecido y empezaban a caer unos finos copos de nieve. Varios operarios del ayuntamiento, en lo alto, con sus llamativos anoraks de color amarillo, colocaban las luces de Navidad. Las otras luces, las de neón, ya se habían apagado.
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