Nunca es fácil escribir desde el dolor causado por la pérdida de un ser querido. Es complicado mantener ese equilibrio importantísimo que separa lo sublime de lo ridículo o, lo que es aún peor, de lo patético. Me vienen a la cabeza varios ejemplos de contención y dolorosa belleza. "Con mi madre", de Soledad Puértolas, escrito tras la muerte de la madre de la escritora zaragozana, cuya extrema sencillez emociona desde las primeras líneas. O la obra de C.S. Lewis, "Una pena en observación", surgida a raíz de la desaparición de su gran amor, la poetisa Joy Gresham (cuya adaptación cinematográfica, "Tierras de penumbra", es también un hermoso poema, silencios y miradas de dos actores magistrales). Palabras mayores resultan las que escribió Francisco Umbral en su mejor novela (o diario, o poema, o lo que sea: literatura en estado puro, en todo caso, de principio a fin), "Mortal y rosa", al morir su único hijo. Otros autores (pienso en Carmen Martín Gaite que, tras la muerte de su hija, optó por escribir una deliciosa fantasía, posiblemente para evadirse del dolor, y así nació "Caperucita en Manhattan") se decantan por adentrarse en otros mundos, alejados de la herida, quizá como otra forma de huida. Todo es válido, desde luego, mientras lo escrito sea bueno. Cada cual es muy libre de elegir su tabla de salvación, algo a lo que agarrarse para continuar el viaje.
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