martes, 16 de agosto de 2011

Sex-shops

Hubo un tiempo en que me gustaba entrar en los sex-shops. Curiosear entre las estanterías, descubrir artilugios imposibles, sorprenderme con los nuevos aromas y colores de los preservativos o con esos títulos de literatura de segundo o de tercer orden que se venden allí. Lo mismo me daban los sex-shops de mi propia ciudad que los de cualquiera de las ciudades que visitaba. Hay todo un mundo detrás de esos anuncios de neón parpadeantes, de esos escaparates habitualmente atiborrados de cientos de cosas: cadenas, esposas, cintas de cuero, lubricantes, vibradores de todos los tamaños, juguetes sexuales, revistas, películas, lencería o muñecas hinchables. Los hay cutres, muy cutres, y fashion (o pretendidamente fashion). Todos ellos tienen un inevitable halo de decadencia, un punto hortera y el mismo olor a ambientador más o menos barato. Cuánta literatura se puede esconder detrás de todo eso. Un grupo de chicas comprando un montón de regalos para una despedida de soltera; chicos tratando de ligar con otros chicos; abuelos que, desinhibidos o jugando al despiste, mirando las películas porno como si fueran las últimas novedades de su video-club habitual, a saber lo que andaban buscando por allí... Muchas historias después de traspasar esas puertas. Recuerdo un sex-shop de tres plantas en pleno centro de Londres que era como una especie de Corte Inglés del sexo. Y en contraste, los más decadentes que vi hasta la fecha, los situados en pleno Manhattan, a pocos metros de la calle 42, entre locales de comida rápida, licorerías y supermercados coreanos, de donde salían unos tipos que nunca dudé que hubiesen estado en la mismísima guerra de Vietnam. El modelo Robert de Niro en "Taxi driver" es bastante frecuente en los sex-shops de Nueva York. Ah, la influencia del cine en nuestras vidas. Todo un mundo, ya digo. Hace tiempo que ya perdí el interés por visitar los sex-shops. Vistos los tres modelos habituales, vistos todos, ya estén situados en un barrio del rincón más pequeño del mundo o de la mismísima ciudad de San Francisco. Cerca de nuestra casa, hay dos sex-shops. Uno un poco más cutre que el otro. La gente entra y sale con total normalidad, se para delante de sus escaparates, señala, comenta, bromea. El domingo por la tarde, de regreso del cine, nos encontramos con un grupo de jovencísimos peregrinos que habían empapelado el escaparate de uno de esos sex-shops (estaba cerrado) con el mismo panfleto que nos habían dado a nosotros y que nos animaba a acudir a la plaza de La Catedral a entonar con ellos sus oraciones y sus cánticos religiosos. No habían puesto esas pegatinas en ninguno de los otros escaparates de las tiendas cerradas: sólo en ése, en el del sex-shop. Ay, ay, ay, los eternos prejuicios en torno al sexo. Y la falta de respeto por la libertad de cada uno a entrar libremente donde le apetezca. Luego, siendo sinceros, pensamos en ella, en la chica que trabaja allí y en la gracia que le iba a hacer al día siguiente cuando llegase por la mañana a su puesto de trabajo y tuviese que dedicarse a quitar del cristal todas aquellas pegatinas mientras los otros, cantando y rezando, continuaban con su feliz peregrinaje.

3 comentarios:

  1. Hola Ovidio.Ayer puse un comentario de lo más inocentón...Te pido una disculpa si en algo te resultó ofensivo.Un saludo.

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  2. No hay ningún problema, Raúl. Lo que pasa es que e comentario lo publicaste en el post "Viernes". Muchas gracias por estar ahí y por tus comentarios. Me encantan. Un saludo.

    Ovidio Parades

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